Un nuevo amanecer
Heráclito de Éfeso, conocido como el filósofo del devenir, decía que “todo fluye”, que no es posible bañarse dos veces en el mismo río porque las aguas siempre están en movimiento, transformándose. Para Heráclito, el tiempo era la esencia del cambio, una corriente incesante que jamás se detiene.
Esta visión nos enfrenta al carácter transitorio de la existencia: todo lo que somos y todo lo que vivimos está inmerso en un flujo perpetuo que no podemos detener. Cada momento que respiramos es ya diferente al anterior, cada instante es único y, a la vez, efímero.
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Siglos después, San Agustín de Hipona retomaría la reflexión sobre el tiempo, pero desde una perspectiva más introspectiva. Decía: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad”.
PARADOJA
San Agustín nos confronta con una paradoja: el tiempo solo es en la medida en que tiende a no ser. Lo interesante, sin embargo, reside en comprender que todo presente tiene el potencial de convertirse en eternidad. En esa conciencia radica la sabiduría de entender que cada instante que vivimos es, de alguna manera, para siempre. Bien lo dijo Edith Stein: “Ser finito, ser eterno”.
EN UN PUEBLO...
La noche final del año descendió como un susurro, envolviendo el mundo en un manto de expectación. En el centro del pequeño pueblo, la hoguera, lista para el ritual anual, crepitaba, sus llamas alzándose como lenguas que devoraban el pasado. El aire estaba cargado de murmullos y de papeles que temblaban en las manos de quienes buscaban exorcizar sus demonios o invocar nuevos destinos. Cada hoja, un fragmento de vida: palabras escritas con la tinta de lágrimas, rabias, esperanzas.
Entre la multitud, una niña permanecía en silencio. Sus ojos, grandes y luminosos, parecían contener una sabiduría ajena a su corta edad. En sus manos no había hojas con palabras escritas, sino un dibujo: un árbol. Las ramas se extendían como brazos hacia un cielo infinito, mientras que las raíces se hundían en la profundidad de la tierra, atrapando infinidad de sombras. Al ser interrogada por su madre, la niña respondió con una dulzura que perforó el aire frío: - Este es el árbol de mi vida. Cada rama es un momento feliz, y cada hoja seca, lo que dolió. Pero sin las raíces, mamá, no habría árbol. Este año quiero que crezca más alto, con ramas que acaricien las estrellas.
Su respuesta era un eco de aquello que los adultos, tan absortos en el ruido, olvidan: la belleza de la vida está en su dualidad, en el abrazo incómodo entre la luz y la sombra, en la danza caótica que nos da forma.
Las palabras de la niña resonaron entre los presentes. Uno a uno, comenzaron a mirar sus propios papeles con nuevos ojos. Comprendieron que no se trataba solo de soltar el pasado, sino de reconocer que cada experiencia, buena o mala, era una raíz que fortalecía su árbol personal.
Al alimentar la hoguera, no solo liberaban el peso del año que moría, sino que paradójicamente agradecían las cicatrices que los habían traído hasta allí.
Cuando el último papel se consumió, las llamas se alzaron con un fulgor final, proyectando sombras alargadas en el rostro de la niña. Ella miró el fuego y, en voz baja, como quien confía un secreto al universo, dijo: - Mañana, comenzaré a crecer otra vez.La multitud permaneció en silencio. El calor del fuego convertido en cenizas aún perduraba, como una promesa invisible.
MI RITUAL
Confieso que, a pesar de la magia de la tecnología, en algunos aspectos sigo siendo anticuado. Para mis actividades, no profesionales, no he querido sucumbir a la tentación de usar esas maravillosas agendas electrónicas que prometen organizar el tiempo con un simple toque. Mi tiempo, lo organizo a la antigua. Cada año, fiel a mi costumbre, estreno una nueva agenda “tradicional” y, con ello, a pluma y trazos, realizo un ritual imprescindible: actualizar manualmente el directorio de contactos, apuntando también “a mano” las fechas importantes a considerar el próximo año.
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El proceso es simple: nombre por nombre, voy trasladando los contactos de la vieja a la nueva agenda. Durante este ejercicio, hago pausas para valorar si vale la pena incluir aquel número que no utilicé durante el año que termina. Este ritual, inevitablemente, me invita a reflexionar, a recordar experiencias, alegrías, sinsabores y, lamentablemente, ausencias.
DESDE...
Esta práctica la hago desde el año 2000, cuando me di cuenta de que, al revisar la agenda del año anterior, había un gran ausente. La muerte, con su puntualidad implacable, había borrado un nombre. Esta realidad me llevó a reflexionar: algún día, mi nombre también será eliminado de las agendas de quienes me rodean.
Así es la vida, dirán algunos. Nacemos y empezamos a morir. Esto es indiscutible. Pero lo doloroso no es aceptar lo inevitable, sino caer en cuenta de lo fácil que vivimos despistados, sedados, como si la fragilidad de la existencia jamás fuese a alcanzarnos.
REFLEXIONES
Año tras año, este ritual genera varias reflexiones. La primera es ineludible: ¿Qué tal si algún día del año entrante alguien se ve obligado a borrar mi nombre de su agenda? ¿Qué dejé sin hacer? ¿Qué sueños quedaron en meras quimeras? Estas preguntas no solo me inquietan, sino que también me desafían a actuar con mayor intención y propósito.
La segunda surge de una observación casi universal: el ciclo interminable de propósitos con el que muchos enfrentamos el inicio de cada año, llenando nuestras mentes con planes ambiciosos y sueños renovados. Prometemos cambios, desbordamos intenciones y, sin embargo, al pasar los días, la costumbre, la rutina y las excusas generalmente nos arrastran de vuelta a las sendas antiguas.
Finalmente, “estrenar” una agenda me hace sentir que dejo algo de mi piel en la antigua agenda; también con nostalgia veo esos nombres inmutables que trascienden el tiempo. Son los guardianes de lo esencial en mi vida, recordatorios de lo mucho que los quiero y de lo poco que los frecuento.
Esta sencilla experiencia me recuerda lo circunstancial que somos, lo rápidamente que la vida se filtra entre las rendijas del alma. Adicionalmente, me percata que cada nombre, cada número y cada ausencia cuentan una historia, una lección sobre el tiempo y la conexión humana. Es un memorial a nuestra fragilidad humana: de lo efímero de la existencia y de lo valioso que es cada instante.
Así, actualizar mi agenda se convierte en algo más que una tarea organizativa; es un acto simbólico y sagrado que me confronta con mi propia existencia invitándome a usar conscientemente el tiempo que Dios me otorga.
En este contexto, pienso en el árbol de la niña. Cada año que pasa, nuestras raíces se hunden más profundamente en el suelo de lo vivido, y nuestras ramas se estiran hacia el cielo de lo posible. Pero, ¿qué hacemos con el tiempo dado? ¿Dejamos que nuestro árbol crezca frondoso, o permanecemos inmóviles, incapaces de alcanzar nuevos horizontes?
ESPERANZA
Quizá, como Heráclito y San Agustín nos enseñaron, el tiempo fluye y se convierte en eternidad cuando aprendemos a abrazarlo cuidadosamente sin asfixiarlo, sin intentar poseerlo, sencillamente dejándolo fluir con desapego.
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Por ello, para el año 2025, he dejado de proponerme innumerables metas. Solo tengo un objetivo: vivir cada día con plenitud, con alegría, ligero de equipaje, sabiendo que el mañana traerá sus propios retos.
Tal vez, cuando llegue el día en que nuestros nombres sean borrados de todas las agendas, lo único importante será lo que sembramos en los corazones de quienes compartieron con nosotros este breve trayecto, esta aventura que llamamos vida.
En fin, entre Heráclito, San Agustín y mi vieja y nueva agenda, dejaré que la última noche del año se disuelva en el río interminable del tiempo, conservando en mi corazón la esperanza de un nuevo amanecer.
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