Una autobiografía del paladar
1950’s. Un domingo al mediodía, nuestro padre estacionó la vagoneta por la calle de Juárez frente a la Plaza de Armas, afuera del “Jockey Club”, bajamos los vidrios y el mesero colocó una charola con la exquisita botana: unos taquitos de varios guisos en tortillas de maíz acompañados de una coca chica; un auténtico manjar. Esa cantina fue escenario de noches de bohemia, en las que Pablo Valdés Hernández el famoso compositor de Piedras Negras, autor de éxitos como “Sentencia” y “Conozco a los Dos”, deleitaba a los parroquianos con sus interpretaciones al piano. Al terminar, se retiraba a descansar al Hotel Coahuila.
En ese lugar, en torno a una mesa se reunían a charlar sobre filosofía y temas diversos destacados maestros como Arturo Ruiz Higuera y Gilberto Cortés de la Fuente, entre otros, acompañados en ocasiones, por algunos estudiantes de economía, interesados no tanto por los diálogos de altura, sino por una motivación más terrenal: “gorrear” un trago por cuenta de los académicos. Esta cantina, fue también antesala de los bailes rancheros de la “Acuña” y de quienes iban a llevar serenata. Por ahí solía verse a Santana Jiménez pistola al cinto.
TE PUEDE INTERESAR: Mi ciudad: la caída del Centro Histórico y la contaminación ambiental
Platicaba don Antonio Malacara, quien fuera un gran amigo, que durante una de sus visitas al “Sol del Norte”, periódico afiliado a su cadena, el coronel José García Valseca acudió a comer a una cantina que entonces se localizaba a espaldas de Palacio, le agradó de tal manera la comida, que ahí mismo contrató al cocinero para su servicio personal. Este es un paréntesis en mi recorrido personal.
1960’s. Bajo un intenso sol nos sentamos a comer en la improvisada sombra de la trilladora, en medio de los trigales de San Buenaventura o Nadadores, invitados por los trabajadores que operaban las máquinas que mi padre rentaba para levantar la cosecha. Pocas veces he saboreado un sencillo cortadillo con chile colorado y tortillas como en aquel día de verano. En “La Guacamaya” frente a la Alameda eran populares los “rastrojos;” agua mineral con limón y sal.
En el rancho de Navidad, N.L. poníamos a hervir con leña, en un tonel de 200 litros unas papas recién sacadas de la tierra, a las que después de limpiar, sólo agregábamos un poco de sal. Este es otro recuerdo que conservo en mi paladar.
1970’s. En el restaurante del “Motel El Paso”, en compañía de mi esposa saboreamos el suculento filete a la pimienta que tenía en su menú Mague García Villarreal. El negocio desapareció, pero Norma Rodríguez su sobrina, conserva la tradición en el “Morillo”. En esa época por motivos de trabajo realicé frecuentes viajes a la Ciudad de México, donde tuve la fortuna de disfrutar del jugoso filete “Chemita, en el restaurante “Prendes,” que lamentablemente cerró sus puertas. Cerca de ahí, en el “Lincoln”, a unos pasos de la Alameda, figuraban en la carta las albóndigas al chipotle con frijoles negros, de los que di cuenta en varias ocasiones.
1980’s. Por las noches; generalmente los viernes, en compañía de mi esposa y nuestros hijos, Mario Vinicio y Amanda Sofía, fuimos clientes asiduos de un modesto puesto cercano a la Facultad de Medicina —de donde se recibió nuestra hija-, que preparaba unas ricas flautas de pollo y de res.
1990’s en adelante. Siempre he disfrutado los desayunos en “Pour la France”, en particular los chilaquiles, pero sobre todo la aldilla de “Alanís,” con huevo; un “bocatto di cardinale”. Y qué decir de las palomas de ternera con aguacate y el queso con rajas del “Viena”; una garantía. En el Casino se sirve un cortadillo con salsa de tomate delicioso. La lista no termina, pues somos afortunados los saltillenses de contar con sitios como “La Malinche,” que prepara un caldo de gallina y unas tostadas de pechuga de pollo de sabor y calidad suprema. Para un desayuno sabroso y económico están al alcance de cualquier bolsillo las gorditas “Laredo”, a un costado del Teatro de la Ciudad, las “Becerra”, frente al colegio “La Paz”, y “Las Isabeles”, por la avenida “López Mateos”.
TE PUEDE INTERESAR: El laboratorio argentino: el desmantelamiento de la cultura populista
No puedo dejar de mencionar la fritada de cabrito que preparaba nuestra madre el día primero de enero, algo fuera de serie y que aprendió de nuestra abuela Virginia; no había mejor forma de iniciar el año. Mi esposa heredó de su mamá el secreto para cocinar las flores de palma, aderezadas con salsa o picadillo, así como los chicales; platillos tradicionales en el menú de la Semana Santa. En Monterrey cuando el presupuesto lo permite, mi paradero favorito es el “El Gran Pastor,” como anteriormente lo fueron el “Louisiana” -ya desaparecido-, y “Las Pampas”. Aquí termino mi periplo gastronómico, lamentando el no haber podido mencionar todos los lugares recorridos por mi aventurero paladar, lo que espero hacer en una próxima entrega. Buen provecho.