Una historia de don Juan (II)
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Cierto día don Juan Peruno -de Santa Rosa, municipio de Apodaca, en Nuevo León- estaba en la cantina del pueblo. ¡Qué a gusto se hallaba ahí don Juan! Hasta había inventado una ocurrencia que hacía reír mucho a los parroquianos del establecimiento. Cuando llegaba a la cantina abría a todo lo ancho las puertas de persiana y anunciaba con estentórea voz:
-¡Éste también es mi mundo!
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La frase la había tomado de un popular anuncio comercial en el cual salía el gran actor Anthony Quinn. El uso de esa frase por don Juan para denotar su afición a las cantinas era muy celebrado por la clientela del lugar.
Sucedió que aquel día estaba también en la cantina un individuo joven cuyo nombre era Gualberto, y su apellido Luis. No era de Santa Rosa ese Gualberto, pero se había avecindado ahí. Tenía vacas, y ganaba la vida con el comercio de la leche y los quesos que hacía con la leche (y con papa y otros espurios añadidos, sostenía don Juan).
Ya lo dije antes: el señor Peruno era hombre pacífico, de buen natural, afable y amistoso. Tenía eso que la gente dio en llamar “don de gentes”. Pero a ese tal Gualberto Ruiz no lo quería nada. Ni siquiera sabía por qué. La suya era una de esas antipatías que sentimos sin poder explicárnoslas; gratuitas. Nunca le había hecho nada el tal Gualberto, pero don Juan lo detestaba. Porque sí.
La presencia en la cantina de aquel hombre hizo que se encendiera don Peruno. Y dicho encendimiento, claro, causa sed. Así, en vez de las dos cervecitas de uso diario, don Juan se tomó tres, y cuatro, y cinco y seis. En la número siete -cifra cabalística- don Juan empezó a referirse con indirectas al objeto de su malquerencia. Dijo en voz alta que los fuereños venían a quitarles el pan a los de Santa Rosa; que vaya usté a saber por qué caerían ahí, si andarían de juídos por algún robo, o muerte, o sepa Dios; que nomás venían a hacer mala obra a los demás.
Al principio supuso Ruiz que don Juan estaría bromeando, picándolo por juego, pues ya sabía que su natural era travieso y chocarrero. Pero bien pronto advirtió que el hombre hablaba en serio, y como él era el único de fuera que estaba en la cantina se empezó a molestar, tanto que en un momento dado se volvió hacia él y le dijo:
-Oiga, tío Juan.
(Así lo llamó: “tío”. En los pueblos pequeños de Nuevo León se acostumbraba llamar “tío” a los mayores; “primo” a los de igual camada y “sobrino” a los menores, aunque no hubiese con ellos ninguna relación de parentesco).
-Oiga, tío Juan. Mire que yo vengo de fuera. Me está usted ofendiendo.
Callaron los presentes al oír la reclamación, y pusieron la vista en el viejo. Se sintió él obligado a responder, y lo hizo en forma destemplada. Para abrir boca dijo a Ruiz: “Vales madre”. Y de ahí para arriba. Lo llamó con adjetivos que la Ley de Imprenta en vigor me impide reproducir aquí, que si no lo haría con gusto, por su sabrosura. Por ejemplo, lo llamó “culero”. Y no le sigo, pues para muestra un botón basta.
El muchacho no era dejado. Pero don Juan era un hombre mayor, ya casi un viejo, y ahí se usaba -y así lo había aprendido él- que a los viejos se les debe respetar hasta en sus necedades. Así, se limitó a decir:
-Está usted muy tomado, tío Juan. Después hablamos.
Y para evitar mayores daños el muchacho pidió su cuenta, la pagó en silencio y se encaminó hacia la puerta. Pero don Juan... (Continuará).