Una historia de don Juan

Opinión
/ 7 marzo 2024

Don Juan Peruno, originario y vecino de Santa Rosa, municipio de Apodaca, Nuevo León, no conocía la ciencia de la vida. Sí conocía, en cambio, el arte. Era labrador, pero no se apuraba en labrar mucho. Había casado con mujer de posibles que aportó al matrimonio dos casitas de renta a más de la propia en que vivían, y merced a ese buen matrimonio podía pasársela sin entrar en relación demasiado directa con algo que a él no le gustaba mucho: el trabajo.

TE PUEDE INTERESAR: Un poeta de la tierra. De su tierra

Cumplía con las formas, eso sí, para no dar qué decir al vecindario. A eso de las 11 de la mañana, cuando el sol había corrido ya buen trecho de su jornada matutina, don Juan salía de su casa, el azadón al hombro, y se encaminaba con paso más bien lento a la pequeña labor que cultivaba −es un decir− en las afueras de la población. Ahí llegaba al filo de las 12. No porque la tierrita estuviera muy lejos, sino porque su dueño se detenía a platicar con toda alma viviente que encontraba, fuera hombre, mujer o niño, y hasta perro. A todos −menos al perro− les preguntaba por su salud y la de sus allegados cercanos y remotos; con todos cambiaba impresiones sobre el estado del tiempo; de todos obtenía información valiosa acerca de los acontecimientos vecinales: bodas, negocios, pequeños escándalos que la menguada dimensión del pueblo volvía enormes: desavenencias conyugales; noviazgos que de la noche a la mañana se rompían por misteriosas causas; malos pasitos de muchachas que luego ponían otros pasitos en el mundo.

Llegaba al filo del mediodía don Juan a su labor y contemplaba con larga mirada pesarosa la milpa mal sembrada. Crecían las matas de maíz en surcos chuecos como la letra ese; apenas se veían entre las malas hierbas que las agobiaban. Era don Juan el único que no había desyerbado su labor; parecía su tierra campo raso. Miraba las milpas de sus laboriosos vecinos y las veía libres de yerbajos; las plantas bien ordenadas en derechas filas, como soldaditos. Don Juan sentía un poco de vergüenza en el fondo, muy en el fondo, pero se la aguantaba. Había que trabajar. Escupía dos veces en las palmas de sus manos, tomaba el azadón y lo alzaba para dar el primer golpe.

Nunca llegaba a darlo. El solo pensamiento de repetir la operación lo fatigaba. Se quitaba el sombrero; enjugaba con el rojo paliacate el inexistente sudor y luego se sentaba al pie de un árbol. Liaba un cigarro de hoja y se ponía a fumar, que es filosófico quehacer cuando se cumple en soledad. Mientras fumaba se dedicaba a ver el alto vuelo de los zopilotes; el tránsito de las nubes por el cielo; y luego seguía con los ojos el paso de una hormiga que llevaba una hojita, y experimentaba en el alma una gran compasión por aquella criatura diminuta que debía llevar una carga tan pesada, y empezaba a tirarle piedritas a fin de darle causa para dejar aquel onerosísimo trabajo.

TE PUEDE INTERESAR: Amor Chiquito (II)

En eso ya había llegado el sol a su cenit. Entonces don Juan tomaba su azadón y se encaminaba a su casa. Hacía un alto en el camino, sin embargo. La cantina, frente a la plaza, era una irresistible tentación. Dos cervecitas bien heladas le quitarían la sed de la faena. Además había ahí frescura contra el calor y acogedora sombra contra la cegadora luz del sol. Y había cordial charla de amigos; y música de radiola con sentidas canciones de amor y desamor; y −a veces− botana sabrosísima. En suma, había ahí arte de la vida, para contrarrestar su ciencia, tan ardua y trabajosa.

(Seguirá).

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM