Una historia de vida
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La lluvia del otro día me trajo un pensamiento: de pronto llegan lluvias de vida que te la cambian toda. Decir eso no es filosofar ni siquiera en la módica modalidad de la filosofía barata: es decir una verdad bien comprobada.
Por el periódico y la tele supe que esa lluvia no fue local, estrictamente saltillense. Con frecuencia tiendo a suponer que lo que pasa aquí no pasa en ninguna otra parte del planeta. A veces, debo reconocerlo, me falla esa suposición (“supositorio”, decía un locutor). Por increíble que parezca, cosas que pasan en Saltillo suceden también en los otros continentes. Parece que llovió igual en otras partes. A lo mejor, supongo, fue una lluvia universal. Preguntaré si también llovió en Arteaga y en el Potrero de Ábrego, a fin de confirmar ese suposito... esa suposición.
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A este amigo mío de Monterrey le llegó un día su lluvia. Pero no le llegó de pronto, inesperadamente, ni con violencia de tromba o tempestad. Su tormenta se fue formando poco a poco: un gesto aquí, una palabra allá, una actitud, un pensamiento... El caso es que cierto día mi amigo se percató sin duda de que no amaba ya a su esposa. Sentía por ella, digamos exagerando un poco, lo mismo que por el poste de la esquina.
Aquello hubiera sido una tragedia de no ser porque la señora sentía exactamente lo mismo por él: nada. Hablaron con calma, y llegaron juntos a la misma conclusión: la costumbre, los hijos y el qué dirán no eran ya lazos lo suficientemente fuertes para mantenerlos juntos. Pensaron que si cada uno vivía su vida por aparte los dos vivirían mejor. No hubo reconvenciones ni tristezas; fue un acuerdo de buenos socios que tranquilamente deciden liquidar su sociedad.
Ahora los dos son muy amigos. Cuando se reúnen charlan animadamente, recuerdan los buenos tiempos que pasaron juntos y se hallan bien el uno con el otro. Cosa muy diferente al desamor, el hastío, la indiferencia y el desabrimiento de antes.
Pero no acaba aquí la historia. El otro día vi a mi amigo en un centro comercial. Iba con un niño pequeñito de tres o cuatro años.
-Qué lindo tu nietecito -lo felicité.
-Es mi hijo -aclaró él con voz en la que no había orgullo, sino vida nomás.
-Te envidio -dije yo por decir algo.
Llamó a una señora joven y no fea -así decía la revista Confidencias- que estaba algunos pasos más allá, viendo algo, y me la presentó como su esposa.
La verdad, aquí entre nos, es que no siento ninguna envidia de mi amigo. Pero me salió al paso la vida con otra historia suya, y quise ponerla aquí.