Una historia vulgar
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Don Nabor vivía solo, pues era viudo. Y bien que se las arreglaba. Andaba siempre limpio, era una gota de agua. Él mismo se lavaba, se planchaba y se hacía de comer. Las señoras decían más con mucha admiración que a nadie le salía la sopa de arroz como le salía a don Nabor. Cuidaba con esmero de lo suyo, y conservaba viejos usos: sólo él fumaba ya cigarros de hoja. Decía que los otros no le sabían.
Un día hubo fiesta en el rancho -la fiesta de la Virgen- y llegó gente de todo el mundo. Quiero decir, de Saltillo, de Arteaga y de la Villa. Esta Villa era la de Santiago, Nuevo León. Y es que el rancho tenía salida por dos lados: por uno se llegaba a Saltillo; por el otro se salía a la Villa. En esos dos extremos terminaba el mundo: más allá no había nada ya...
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Hubo fiesta en el rancho, dije, y llegó gente de todas partes. Vino una muchacha. La traía Chon, el de la troca. A don Nabor le gustó la muchacha. No era bonita, pero sí de buenas carnes. “La mujer debe tener di’onde se agarre el hombre”, decía don Nabor cuando no había damas presentes. Una vez, con copitas, dijo ese dicho donde había damas. Ellas se taparon la boca con el chal, para que no las vieran reírse, pero al mismo tiempo levantaron lo de adelante, para que se les viera.
Bien que tenía la muchacha de dónde se agarrara un hombre. Don Nabor esperó a que Chon se ocupara y le llevó un refresco a la muchacha. Un refresco en el rancho consistía en un vaso de agua con un terrón de azúcar. La muchacha aceptó el convite y trabó conversación con él. Le preguntó el señor si era casada, y ella le respondió que no. Luego le preguntó si tenía compromiso, y ella le dijo que tampoco: Chon era su amigo, nada más. La había invitado a pasearse, pero hasta ahí. Entonces don Nabor le dijo que si podía vesitarla en el Saltío. Ella le dijo que sí, que cómo no. A don Nabor le inquietó un poco eso de que primero le dijo que sí, que cómo no, y hasta después le preguntó si él no tenía compromiso.
En la segunda visita que le hizo, don Nabor le propuso matrimonio. Ella aceptó. Los hijos de don Nabor, y más las hijas, pusieron el grito en el cielo. Hablaron del recuerdo de la madre muerta, pero pensaban en el futuro de la herencia viva. Don Nabor no hizo caso. Los hijos se pusieron a averiguar y descubrieron que la muchacha había tenido dimes y diretes con Pedro, Juan y varios. Se lo dijeron a su padre con frase muy dramática, sacada de una radionovela de la XEFB:
-Esa mujer tiene un pasado.
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Les respondió don Nabor con un refrán:
-No mires p’atrás y contento vivirás.
Se casaron y vivieron felices. Ése podría ser el fin del cuento, que no es cuento, sino veraz historia. Veinte años de plácida vida conyugal disfrutó don Nabor al lado de su segunda esposa. Aquí no se cumplió el refrán de la cornamenta o sepultura. Cornamenta no hubo, y la sepultura llegó cuando debía llegar. A los 86 años de edad pagó don Nabor el obligado censo a la Naturaleza. Quiero decir que se murió. Fue como una vela que ardió sin sobresaltos hasta consumirse. Al día siguiente del entierro su mujer tomó el autobús y se fue a Saltillo con lo puesto. Los hijos y las hijas de don Nabor se juntaron a la orilla del camino para verla pasar, pues no podían creer que se iba y les dejaba todo. Al pasar ella sacó la mano por la ventanilla y les hizo una seña pelada que ya no había hecho desde que se casó.