Polifonía Carnavalesca

Artes
/ 7 junio 2020

Lo que es ya existió; lo que será ya fue; Dios va a rebuscar en lo que ya pasó. Eclesiastés 2, 15

¿Cómo entender las artes, la cultura y la sociedad misma en la actualidad, cuando atravesamos ya la primera cuarta parte del siglo XXI? ¿Cómo leer poesía? ¿Cómo entender las artes visuales, la música, la danza, el cine y otras formas emergentes de la expresión artística? ¿Y quiénes tendrían que incorporarse al acceso a ellas para entender lo que dicen y cómo lo dicen?

Para nadie es una novedad que la tecnología digital, la informática, la cibernética, los multimedia han transformado ya no digo las artes y nuestra manera de interpretarlas, sino la cultura, la sociedad, la política, la ciencia, la medicina y, en general, nuestra forma de asimilar el mundo, sus quimeras y sus desafíos.

Hace mucho tiempo es imposible, por ejemplo, reducir las artes visuales a la Pintura, con todo su egregio pasado y su indiscutible riqueza. Desde Marcel Duchamp, las artes plásticas no son lo que fueron antes: nuestra radical crítica mexicana Avelina Lésper, y muchos más, deploran aquello en lo que el arte se ha convertido desde el movimiento dadaísta.

Para cierto sector de la sociedad, las aportaciones de la música, a partir de John Cage, son poco menos que una estafa; el teatro “posdramático”, un verdadero mare magnum; el cine de talentosos directores, el colmo del aburrimiento; la poesía, un cajón de sastre donde se puede meter cualquier Frankenstein constelado de “injertos”, “intertextualidades” y pedantería…

En sus estudios sobre la obra de Rabelais y Dostoyevski, el teórico ruso Mijaíl Bajtín acuñó, hace años, estos términos categoriales: “carnavalización” y “polifonía”. No es necesario -en este espacio- entrar en los meandros de las interesantes investigaciones bajtinianas para darnos una idea, así sea vaga, de lo que quería decir al aplicar tales nociones a la obra de autores como los mencionados.

Sin necesidad de dibujar aquí un árbol genealógico cuyas raíces podemos percibir desde hace varias décadas –Deluze, Zizec, Jameson, Agamben, Byung-Chul Han, Lipovetski y otros pensadores-, parece evidente que las frondosas ramas de ese árbol se extienden mucho más allá del propio Bajtín, de Freud, de Husserl, de Heidegger, de Nietzsche, del formalismo ruso, de la Escuela de Frankfurt, del estructuralismo y de otras vertiginosas corrientes.

Nuestra época pareciera “polifónica” y “carnavalesca”: muchas voces, muchos escenarios. Acaso demasiadas voces y demasiados vestuarios. Y un trajín de ideas reinterpretadas, revaloradas, reimplantadas, entrecruzadas, deconstruidas –claro, el infaltable Derrida- y retomadas de las fuentes y los autores más insospechados.

Porque quizá desde pensadores como Barthes, Foucault, Eco y algunos más, en el siglo XX y lo que va de éste, las fronteras entre las disciplinas y las áreas del conocimiento se han difuminado. Así, un lingüista puede abordar un tema desde diversas perspectivas: la antropológica, la psicoanalítica, la estética, la política, la económica, etcétera.

La ignorancia me brinda la oportunidad de sorprenderme ante el ensayo de un sociólogo o un antropólogo que se detiene frente a una expresión del arte de un modo tan minucioso y lúcido que pareciera estar leyendo a un Ernst Gombrich. Y aún me deja perplejo la luminosa penetración y la prosa espléndida de un Octavio Paz al escribir sobre los más diversos temas, para no mencionar sus ensayos sobre la poesía o la obra de muchos poetas.

Pareciera que todas las disciplinas del saber humano han acordado dinamitar de una buena vez las fronteras de los géneros. El fenómeno no es tan novedoso como suponemos: en la antigüedad algunos “poemas” son, en realidad, tratados filosóficos o “naturales”, como el de Lucrecio. Pero la moribunda –o ya difunta- posmodernidad quiso reinventar este rostro de la polifonía carnavalesca, en el mejor sentido del concepto.

Lo que sorprende, a pesar de la obviedad, es la obstinada presencia de autores cuyo pensamiento sigue alimentando este presente “aceleracionista”. Hablo, por supuesto, de Kant, Nietzsche, Husserl, Marx, Freud, Heidegger y algunos otros entre los cuales, por cierto, encontramos pocos nombres femeninos y orientales.

¿Por qué esta presencia? Porque sus ideas, muchas de ellas heredadas, constituyen el cimiento de lo que hoy pensamos en torno del mundo, la humanidad, el conocimiento, el cosmos. De ahí la multiplicidad de voces discursivas: Foucault analiza “Las Meninas” de Velázquez para hurgar después en lo que él llama una “arqueología del saber”; Barthes y Eco diseccionan la conducta de la moda o el código icónico de la publicidad, no sólo para comprender el lenguaje articulado y semiótico, sino también para interpretar los efectos del capitalismo sobre la sociedad; Benjamin acumula un sinfín de recortes, fichas, citas textuales, notas, fotografías y demás materiales para componer un libro que deja previsiblemente inacabado: sus “Pasajes”, un ambicioso libro que quería convertir en un multiforme estudio sobre la seductora mercadotecnia y sus deslumbramientos, una suerte de homenaje, quizás y entre otras cosas, a su admirado Baudelaire, el perenne “flaneur” [¿paseante?]…

El antropólogo, el economista, el crítico de arte y el psicoanalista se confabulan en una voz coral para estudiar extraños fenómenos y nociones de nuevo o renovado cuño que hunden sus notas más agudas en el cuerpo social, político y psíquico de una humanidad exhausta ya de tantos sinsabores, metamorfosis y auscultaciones: la “territorialización”, la “desterritorialización”, “el cuerpo sin órganos”, la “máquina deseante”, o, desde otros ángulos, el “aceleracionismo” y el “realismo especulativo”, por ejemplo.

Hay que mantenerse alertas y atentos: los hechos se suceden vertiginosamente y al ser habitantes del subdesarrollo no es fácil para nosotros seguir los pasos de tantas voces y de tan inquietante y polimórfico carnaval. Hoy más que nunca deploramos el no ser políglotas, pues moverse en los límites de un idioma tan hermoso como el castellano, resulta hoy casi absolutamente insuficiente para mantenerse al día. Y no basta ya con masticar el idioma inglés…

En esta época, un joven debiera dominar al menos cuatro idiomas al salir de la Universidad. Impresionante, ¿verdad? ¿No dan ganas de citar algunas palabras del Eclesiastés?: “Me dediqué a ver dónde están la sabiduría y la ciencia, la estupidez y la locura. Pero ahora veo que aun eso es correr tras el viento. Cuanto mayor la sabiduría, mayores son los problemas; mientras más se sabe, más se sufre.” (1: 17,18).

Aunque estos versículos son de una dolorosa elocuencia, ningún momento de la Historia nos ha detenido. En otras palabras –que de ninguna manera quieren parecer hegelianas-: no podemos detener la Historia. Más aún, no podemos detener el Tiempo. Y el Tiempo nos impele a la utopía. O al abismo.

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