Una noche con Tosca en Saltillo
También Carlos Galván, como Mario Cavaradossi, supo proyectar el papel con solvencia. Ambos se llevaron la ovación más clara de la noche
Nunca había visto tanta gente reunida para escuchar una ópera en Saltillo. Cerca de 800 personas ocuparon el Teatro de la Ciudad Fernando Soler, un espacio con capacidad para 1200. En una ciudad donde estos eventos escasean y rara vez despiertan interés masivo, eso ya decía algo. Más aún si se considera que Tosca no se presentaba en Saltillo desde hacía cuarenta años. No era público especializado ni melómano de temporadas completas, pero ahí estaban, boleto en mano. Algo se ha movido con los años: quizá la insistencia de la Orquesta Filarmónica del Desierto en no rendirse.
La orquesta, por cierto, cumple diez años de existencia. Tener una agrupación profesional en una ciudad como esta no solo ha sostenido una programación continua, también ha empujado, poco a poco, la construcción de un público. No uno perfecto, claro. A las ocho en punto, cuando la función ya había comenzado, seguían entrando personas. Algunos llegaron con calma, otros apurados, como si aún buscaran su copa de vino en el lobby. Lo más pintoresco fue una madre con un niño pequeño en hombros, deambulando con el celular en mano, buscando sus butacas en plena escena. En otros países, ya se sabe, uno no entra si llega tarde. Aquí todavía hace falta incorporar ese tipo de reglas si realmente se quiere formar un público con criterios mínimos de respeto por el escenario.

La versión en concierto de Tosca no tuvo producción escénica, ni falta que le hizo. Bastaron los músicos y las voces. Y si algo hay que destacar, fue el trabajo de Pamela Pereyra como Floria Tosca. Con una voz firme y bien dirigida, sostuvo el peso dramático del personaje sin necesidad de moverse demasiado. También Carlos Galván, como Mario Cavaradossi, supo proyectar el papel con solvencia. Ambos se llevaron la ovación más clara de la noche, y con razón. Fueron quienes mantuvieron en alto el relato de principio a fin.
Gracias a la pantalla con traducción simultánea, la mayoría pudo seguir la historia sin mayor problema. Se notó en los tiempos de reacción del público: risas contenidas en los momentos de ligereza, silencio más atento cuando la trama giró hacia la tragedia. Aunque algunos parecían sorprenderse de que una ópera durara casi tres horas, la mayoría se quedó. Otros —probablemente arrastrados por la curiosidad más que por el compromiso— abandonaron el lugar tras el segundo receso. Supongo que no esperaban una historia de tortura, poder corrompido y ejecuciones, y menos aún que todo eso se pudiera cantar tan bien.

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Saltillo no es una ciudad con tradición operística, pero noches como esta abren la posibilidad de imaginar otra relación con el arte. Más curiosa, más exigente. Quizá no estemos cerca de eso aún, pero al menos ya no estamos en el punto de partida.
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