Primera bienal nacional de autorretrato

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/ 18 junio 2017

Nuestro colaborador analiza la muestra de la Primera Bienal de Autorretrato Rubén Herrera.

Lo que abruma es la carga psicológica, el resplandor emocional con que nos sacude la mayoría de estos cuadros”.

Gracias a la idea, organización y montaje de Magda Dávila, Directora del Museo Rubén Herrera, podemos apreciar la exposición de las obras seleccionadas en esta Primera Bienal Nacional de Autorretrato, cuya convocatoria tuvo una gran acogida entre los artistas plásticos de todo el país.

La respuesta de los pintores -126- fue sorprendente, si juzgamos por la diversidad de las obras que pueden verse expuestas en dos salas del Museo Rubén Herrera: todas figurativas, salvo una, acaso dos, y de muy buena factura. Como la Bienal es un homenaje al Maestro Herrera, no encontramos ni escultura ni piezas conceptuales o “VIP”, como las llama la controversial crítica mexicana de arte Avelina Lésper. 

La muestra se compone de veintisiete piezas realizadas por otros tantos pintores de diversos estilos y tendencias, casi todas realizadas este año 2017. Una de las técnicas recurrentes es el óleo sobre tela, pero también hay tintas, grafito, tinta china, carbón y la combinación de varias. Unas más atractivas que otras, todas estas obras muestran un alto grado de calidad estética.

Mientras veía la exhibición, tres rasgos atrajeron de inmediato mi atención: 1) la abstrusa complejidad de un Yo literalmente expuesto en la superficie plástica, 2) el sentido dramático del autorretrato y 3) la llamada “apropiación”, que bien podría emparentarse con la noción de intertextualidad.

Casi todos estos autorretratos muestran a un modelo –el propio artista- mirando hacia quienes los miran, es decir, hacia nosotros, los espectadores. Otros ven hacia el interior de su propio espacio plástico y unos pocos son sólo el reflejo de su presencia, como el caso del pintor Eduardo Álvarez, cuya figura se manifiesta en uno de los ojos del Grifón de Bruselas que nos mira frente a frente en “Mirador” (óleo/tela).

Pero lo que abruma es la carga psicológica, el resplandor emocional con que nos sacude la mayoría de estos cuadros. El retratado es un Yo semejante a quien contempla su materialización en la superficie del soporte. Pero ¿qué es el Yo?, preguntaría cualquiera. Se han formulado tantas respuestas al respecto desde tan diversas disciplinas que es difícil saberlo.

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Decimos Yo y pensamos de inmediato en Freud, pero él es uno más de los recientes investigadores del fenómeno, cuyo cuestionamiento se remonta a la Antigüedad y desemboca en nuestra época convulsa, pasando por el budismo, que niega ese constructo occidental, descalificándolo: el Yo es una mera ilusión que nuestra mente fabrica para atormentarnos.

Tal complejidad es muy evidente en estas obras, desde “Diplopía” (óleo/tela), de Eleazar Zavala Montejano, que nos recibe al llegar al Museo, hasta el “Autorretrato con Doppelgänger” [doble], de Carlos Vielma. Mirándonos o no, todos estos artistas realizan para nosotros un streap-tease anímico: se nos entregan a veces cargando las tintas, como Antonio Pichardo Chaurand –“Autorretrato ajeno #3” (óleo/tela)-, Ana Lucía Gaytan Aguirre –“El canto gris del mirlo cautivo” (grafito/papel algodón)- o Manuel Solís Mendoza –“Emoticón. Autorretrato múltiple” (óleo/lino/madera)-.

Evidente discípulo de Arturo Rivera, Pichardo Chaurand se muestra como un sangriento sacerdote en pleno trance al término de un macabro ritual; la segunda, repite una vez más, con una técnica dibujística muy depurada, el canon surrealista tan visitado ya por tantos y tantos artistas; Solís Mendoza se aventura en sí mismo al exhibir su rostro en innumerables –y un tanto forzados- estados emotivos y siguiendo una estética Pop.

Pero en pocos de estos cuadros podrá verse una técnica y una profundidad tan impresionantes como en “Visitaciones a la Memoria” (grafito, carbón y óleo/tela, Mención Honorífica), de Román Miranda Medrano, quien se autorretrata casi monocromáticamente, vistiendo una chaqueta color ocre y con la cabeza cubierta con una caperuza más oscura. Su mirada, su rostro todo, su presencia, son de una belleza ensimismada y tan intensa como la seducción que provoca en el espectador. Observa hacia ninguna parte, pero con tal concentración que su mirada resulta hipnótica. Si de complejidad del Yo hablamos, éste sería uno de los más elocuentes ejemplos en esta muestra.

El sentido dramático
El cuadro de Román Miranda representaría también ese otro rasgo que me cautivó desde el principio en esta muestra: el sentido dramático del autorretrato, lo mismo en obras como “Hoy no soy” (óleo/tela/madera), de Rafael Cruz Rodríguez;  “6 p. m.” (óleo/tela), de Bernardo Calderón Magallón; “Autorretrato en negro” (óleo/papel), de Ernesto Flores González, y de hecho en casi todas las que componen la exhibición.

Hay, como en los pintores fauvistas, una suerte de mórbido hedonismo en el manejo del color, de la materia plástica. En los dos primeros, el empaste y la luz son espesos y luminosos, aunque Cruz Rodríguez nos mira de frente, dramática pero mesuradamente, como si callara un secreto. A Flores González, en cambio, hay que verlo de soslayo para dejar que “el charolazo” de la luz nos permita adivinar su rostro, pintado en negro sobre fondo negro.

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Aunque en todas estas obras se advierte este “sentido dramático”, nombro “Itzamná” (óleo/tela, 2016, Mención Honorífica), de Itzamná Hugo Reyes Suárez, en que vemos al autor sentado sobre un sofá, en medio de su estudio. Casi monocromático –escala de grises con breves chispazos rosáceos-, el cuadro representa a un hombre en el centro de un mundo en el que el tiempo se ha detenido a la hora del crepúsculo; el hombre nos mira, esperando quizá una respuesta a sus interrogantes. 

El “Dasein” de Heidegger cobra vida aquí, como en muchos de estos autorretratos: Itzamná es la dramática y colectiva representación de un estar-en-el-mundo, de un estar en ese microcosmos que son el cuadro y la vida.

Apropiación e Intertextualidad
Casi todas las obras que componen esta gran exposición muestran los rasgos antes mencionados –la complejidad del Yo y el dramatismo-, pero algunas otras añaden un elemento al que desde hace años se ha venido llamando “apropiación”, que consiste en la asimilación de la obra de algún artista del pasado para incorporarla a la propia.

Picasso, por ejemplo, se “apropió” de “Las meninas” de Velázquez y realizó cientos de variaciones a partir del original. En México, Alberto Gironella se “apropió” de otra obra de Velázquez, “La Reina Mariana de Austria”, sobrina y esposa de Felipe IV de España, y a partir de ella, elaboró muchos derivados en lienzo y collages un tanto siniestros. Desde el ready-made de Marcel Duchamp –L. H. O. O. Q.: su Gioconda con bigotes y barbilla-, la “apropiación” se ha convertido en uno de los recursos más socorridos del arte contemporáneo.

El óleo sobre tela que obtuvo el  Primer Lugar en esta Bienal..

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