Amigos durante 16 años. Amantes por una noche
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NOS DIMOS CUENTA DEMASIADO TARDE DE QUE ESTÁBAMOS HECHOS EL UNO PARA EL OTRO.
Por: Elizabeth Laura Nelson
“¿Crees que habríamos discutido si hubiéramos sido pareja?”, me preguntó mi mejor amigo Jeff el día antes de su muerte.
Dos días antes, habíamos salido del hospital con información sobre cuidados paliativos y hospicio. Esa mañana, me había dado un codazo para despertarme antes de las cuatro de la madrugada para decir: “Creo que va a ser hoy”.
Pasamos las dos horas siguientes sentados en la cama, rodeados de papeles, ocupándonos de los asuntos de la muerte. Cuando salió el sol, nos aventuramos en la cocina para preparar café y dar de comer a las palomas posadas en la escalera de incendios de Jeff. “Mis palomas”, las llamaba.
Sonreí, limpiando el mostrador. “Creo que no habríamos discutido”.
“Habríamos discutido mucho”, dijo. “Pero no habría importado”.
A lo largo de nuestros 16 años de amistad, Jeff y yo discutimos mucho. Me encantaba recordarle que había admitido que ni siquiera le caí bien cuando nos conocimos por primera vez.
“No es eso”, aseguró. “No es que no me cayeras bien”.
“¡Pero eso es lo que dijiste!”.
“Bueno, como quieras”, respondió riendo. “No me gustabas. Pero no me refería a eso”.
“¿Ah, sí? Entonces dime, ¿a qué te referías en realidad?”.
Una amiga mía había apodado a Jeff el “hombre en realidad” después de que ella se quejó de que le picó una araña y él le dijo: “En realidad, la mayoría de las arañas no pican”. Siempre a la contra, empezaba muchas de sus frases con: “En realidad”. Cuando yo quería molestarlo, lo llamaba así.
Sin embargo, en mi teléfono lo tenía guardado como “Halcón Azul”, un alias que adoptó cuando vigilábamos a un nuevo vecino de mi edificio cuyo comportamiento errático incluía tomar una siesta en el vestíbulo. Jeff vivía al final de la manzana, cerca de la entrada del metro, y desde su balcón me enviaba mensajes de texto: “Tengo vigilado a nuestro objetivo, Gorrión Rojo. Viene rápido hacia ti”.
Mi entonces marido, Tom, nos presentó a Jeff y a mí. Una noche, después de que Tom y yo nos mudamos a Brooklyn, volvió entusiasmado de una reunión de artistas para contarme que había conocido a un padre soltero con una hija de casi la misma edad que nuestros dos hijos.
Pronto todos nos hicimos amigos, llevábamos a las niñas a pedir caramelos en Halloween, celebrábamos los cumpleaños y el Día de Acción de Gracias. Cuando una serie de días grises me desanimaron, decidí empezar a correr y Jeff se ofreció a acompañarme.
Aquellas mañanas frías, salía de la cama, me abrigaba y trotaba por la manzana para encontrar a Jeff esperando en la esquina, dando saltitos para entrar en calor, con una sonrisa boba que se ensanchaba a medida que me acercaba. Nos dirigíamos a Prospect Park y recorríamos el circuito de casi cinco kilómetros, compartiendo historias cada vez más íntimas con cada kilómetro.
Cuando me contaba historias sobre las inclinaciones sexuales de su novia más reciente, me reía tanto que me meaba en las mallas de correr.
Nos reíamos tanto como discutíamos. Yo voy a la iglesia y llevo un Jesús luminoso en mi llavero; Jeff era ateo y escuchaba conferencias de Eckhart Tolle en YouTube. “Soy espiritual, no religioso”, decía.
“¡Así que no eres ateo! Eres agnóstico, como mucho”, repliqué. “Eres creyente. Reconócelo”.
“¿Cómo puedes creer en Jesús y en la astrología?”, me preguntó. “No tiene sentido”.
Yo era escorpio y Jeff era géminis; no deberíamos llevarnos bien en absoluto, que era lo que le decía tanto a él como a mis amigos que sugerían, después de que Tom y yo nos divorciamos, que Jeff podría ser algo más que un amigo.
“¿Y Jeff?”, me preguntaban después de que les contaba otro fracaso de cita. “¿Por qué no lo intentas y ves qué pasa?”.
¿Intentar qué? ¿Besarlo? ¿Tener sexo con él? Me estremecí de solo pensarlo. Jeff y yo nos conocíamos demasiado bien como para sentirnos atraídos el uno por el otro. Pero cuando apareció en esta misma columna una lista de preguntas que pretendían ayudar a la gente a enamorarse, decidimos intentarlo.
Una tarde de invierno, él y yo nos sentamos y nos preguntamos mutuamente sobre nuestro pasado, nuestros valores y nuestras aspiraciones. Cuando terminamos, nos miramos a los ojos durante cuatro minutos seguidos, como se indicaba, y caímos rendidos de risa.
“Lo que pasa”, le dije, “es que ya nos queremos”.
Asintió con la cabeza. “Vamos en trineo”.
Miré hacia la oscuridad de enero. “Pero es de noche”.
“¿Y?”.
Me puse botas y guantes y tomé el trineo de los niños. Cuando llegamos al parque, teníamos la colina solo para nosotros.
Unos meses después, Jeff se enteró de que tenía cáncer de tiroides. En lugar de seguir los consejos de los médicos, emprendió una serie de dietas especiales y terapias alternativas. Una tarde me llamó en un estado de pánico total tras ingerir demasiadas dosis de aceite de cannabis. Aterrada de perderlo y enfurecida por su necedad, no le contesté el teléfono.
Cuando el tumor en el cuello de Jeff empezó a interferir con su respiración y deglución, cedió, y nuestras salidas matutinas a correr fueron sustituidas por viajes al Memorial Sloan Kettering. Tras la operación y un verano de radiación brutal, Jeff se recuperó y nuestra relación también, aunque ambos habían sufrido daños.
Perdí la cuenta de las veces que dejé de hablarle a Jeff en los años siguientes. A menudo se debía a un comentario insensible por el que se negaba a disculparse. (“¡Mira qué brazos más gorditos!”, me dijo después de que engordé unos cuantos kilos pandémicos). La última vez, en lugar de decir “lo siento”, me mandó un mensaje de texto: “Ven a ver una película conmigo”.
Dolida, enojada y testaruda, lo ignoré.
Pero cuando un amigo en común me dijo que Jeff estaba en urgencias con problemas respiratorios en Los Ángeles, donde él estaba de visita, no lo dudé. “Halcón Azul, ¿estás ahí?”, le envié en un mensaje. “Me informan de que estás en el hospital”.
“Gorrión Rojo”, respondió. “Me temo lo peor, camarada”.
Seis días después, estaba en un avión rumbo a California. Jeff me recogió en el aeropuerto de Los Ángeles con un aspecto frágil, pero más guapo de lo que recordaba. Me estrechó entre sus brazos y nos quedamos abrazados en el pasillo de llegadas.
Jeff nos había reservado un Airbnb para un par de noches antes de que volviéramos a Nueva York para averiguar qué pasaba con sus pulmones. El apartamento tenía una cama matrimonial y otra individual, y mientras nos poníamos las pijamas, de repente me sentí tímida.
“¿Quieres que duerma en la cama grande contigo?”, pregunté.
“Sí”, respondió. “Necesito que me abraces de cucharita”.
Nos metimos bajo el edredón y apagamos las luces. Nos acercamos el uno al otro de una forma nueva, desconocida y natural a la vez. Por supuesto, nuestros cuerpos parecían decir. Por supuesto, así es como debe ser. Sin fuegos artificiales. Lento, tranquilo, suave, tierno.
“Deberíamos haber hecho esto antes de que me enfermara”, comentó al día siguiente. “Habrías visto lo que realmente puedo hacer”.
“No vamos a tener sexo en Nueva York”, afirmé. “Esto es algo exclusivo de California”.
“Oh, no, claro que va a pasar”, replicó. “Vamos a hacerlo de todas las formas posibles”.
La primera noche que volvimos a Brooklyn, nos retiramos a nuestros departamentos. La segunda noche, después de que no me despertaron los mensajes de Jeff a las tres y a las cinco de la mañana que preguntaban si estaba dormida, me levanté a las siete con un mensaje que decía que su vecino lo había llevado a urgencias.
“Te alcanzo allá”, escribí.
“Uy, sí, por favor”, respondió, sin perder el sentido del humor.
Cuando el médico nos mostró las imágenes de los pulmones de Jeff, lloré.
“No voy a luchar contra esto”, dijo.
Nos enviaron a casa esa noche, la víspera de su cumpleaños número 59.
Ahora estábamos de pie cerca de la ventana de su cocina, donde entraba el sol de la mañana. Me puse de puntillas y lo besé. “Podríamos haber estado haciendo esto todo este tiempo”, señalé. “¿En qué estaba pensando?”.
“No pasa nada”, susurró, rodeándome con sus brazos.
“Soy una imbécil”, dije, sollozando. “Eres el amor de mi vida, y todo este tiempo he sido demasiado tonta para verlo”.
“Creo que las cosas suceden como tienen que suceder. De todos modos, no fue solo culpa tuya. Yo era un poco mujeriego”, admitió, moviendo las cejas.
Aquella noche me acurruqué con él, escuchándolo respirar. Pensé que se estaba yendo cuando de pronto despertó sobresaltado y dejó caer una mano sobre mi cabeza.
“¿Estás bien?”, me preguntó.
Estaba tan sorprendida que me reí. “Sí, estoy bien. ¿Tú estás bien?”.
“Sí”.
“Te amo”, le dije, sabiendo que podría ser la última vez que me oyera decirlo.
“Yo también te amo”, replicó, sumiéndose de nuevo en un sueño ayudado por la morfina.
No se despertó. Lo tomé de la mano hasta que llegaron los hombres de la funeraria, con rostros rojos y sudorosos en sus trajes y corbatas.
El día antes de morir, Jeff, el ateo, había dicho: “Nos volveremos a ver en otra vida”.
Cuando nos encontremos, espero gustarle en cuanto me vea.