La última vez que toqué al hombre de mi primera vez
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NO PODÍA MOVERSE NI HABLAR, PERO LA ENERGÍA SEXUAL ENTRE NOSOTROS AÚN ERA PALPABLE.
Por: Maria Bello
Perdí la virginidad en Nueva Jersey, en de motel un centro comercial con una bañera roja en forma de corazón y una cama de agua. Pensé que era el lugar más romántico del mundo porque estaba con el primer hombre en quien confié, Johnnie.
Y aquí estaba yo, 33 años después, sentada con él en el porche de su casa, en nuestro pequeño pueblo playero de la costa de Jersey, riendo y llorando mientras bebíamos una cerveza al recordar nuestra primera vez. Johnnie estaba sentado a mi lado en su silla de ruedas. En realidad, no podía reír ni beber porque padecía ELA, pero podía parpadear sus respuestas a través de la pantalla de su silla.
Qué enfermedad tan horrible es la esclerosis lateral amiotrófica. En el transcurso de cuatro años, el hombre más vibrante y apuesto perdió la capacidad de hablar, comer y caminar, y pronto perdería la capacidad de respirar.
Aunque hacía 30 años que no nos veíamos, nuestras familias seguían estando unidas, así que hice una visita especial al pueblo donde nuestra familia pasaba todos los veranos desde que yo era niña para verlo por última vez.
Mi madre y yo habíamos venido a despedirnos esa mañana. Tras una hora de conversación forzada, seguíamos atorados en la charla casual. Cuando nos levantamos para irnos, supe que tenía que decirle algo que quería expresarle desde hacía mucho tiempo. Me agaché y le susurré al oído: “¡Qué suerte hemos tenido! Me enseñaste muchas cosas, pero una enorme fue la confianza. Y... el sexo”.
Me respondió con el emoticono sonriente que tiene corazones por ojos.
Aquella noche en la habitación del motel con John, por fin confié y tuve la bendición de descubrir el placer de mi propio cuerpo y el sexo nacido de una profunda vulnerabilidad. Por fin pude dejarme llevar.
Décadas más tarde, unas horas después de la visita de mi madre y yo, me senté en el balcón de la nueva casa de mis padres, mirando la playa donde Johnnie y yo nos enamoramos por primera vez. Me sentía sola y desolada, y necesitaba hablar con alguien de todos los recuerdos que se agolpaban en mi mente. Mi vida había cambiado radicalmente desde mis días en la costa de Jersey, pero el pasado volvía a estar vivo al ver a Johnnie. Pensé en hablar con alguno de mis amigos de Los Ángeles o Nueva York, pero nunca lo entenderían.
¿Quién podría? Johnnie. Así que le mandé un mensaje: “¿Qué haces?”.
“Estaba por ahí sentado”, me contestó con un emoticono sonriente. “¿Quieres comprar unas cervezas y venir?”.
Debe ser difícil escribir bromas pestañeando, pero aun así lo hacía muy bien y yo no podía parar de reír.
Y eso es lo que hice. Fui a Wawa, compré un paquete de seis cervezas Bud Light y me encontré con él mientras su cuidador lo sacaba al porche. Me senté en una mecedora con los pies apoyados en un viejo banco. Nos sentamos así “hablando”, riendo y llorando hasta que salió el sol: yo bebiendo cerveza y él queriendo beber cerveza, como él decía. Tardaba un rato en parpadear las respuestas y las preguntas en la pantalla, pero a mí no me importaban los espacios vacíos. Entre nosotros había seguridad. Siempre había sido así.
Hablamos de cuando nos conocimos. Fue el verano después de graduarme de la preparatoria. Me enamoré de él en la costa de Sea Isle City, donde ahora estábamos. Por aquel entonces, mi familia era propietaria de una pizzería llamada La casa del carbón, un nombre apropiado, ya que mi familia iba a arder en llamas aquel verano.
Mis padres y nosotros, cuatro adolescentes, dormíamos en un departamento de una habitación al lado del restaurante. No era ideal enamorarse de alguien cuando dormía en una cama doble con mi hermana mientras mi padre roncaba en la cama de al lado.
Johnnie era el chico guapo y rico que vivía en (lo que a mí me parecía entonces) una mansión en la cuadrade al lado. Terminaba mi turno de doce horas haciendo sándwiches de carne con queso y caminaba por delante de su casa para ir a la playa, hasta que un día tropecé en las dunas, por ir leyendo un libro, y me topé con él.
Era alto, moreno, de ojos azules, con una sonrisa de estrella de cine, pero aún más guapo por dentro. Y poco después de nuestro primer encuentro, nos hicimos prácticamente inseparables.
Ese fue el mismo verano en que a mi madre le dijeron que le quedaban cinco meses de vida, y empezó a ir y venir a Filadelfia para someterse a tratamientos de quimioterapia mientras seguía trabajando para intentar mantenernos a todos a flote. El mismo verano en que mi padre se descarriló aún más, enfureciéndose borracho por cada pizza que no le salía perfecta.
El Día del Trabajo de 1985, todos los adolescentes estábamos agotados de trabajar tantas horas en la pizzería. Mi madre estaba calva y vomitaba, y a mí me encargaron cerrar el restaurante por la temporada. Decidí cerrar una hora antes y empecé a guardar las bandejas de pizza cuando mi padre intratable y borracho entró dando tumbos.
“¿Quién demonios te crees que eres?”, gritó. “Todavía no hemos cerrado. Aún nos queda una hora”.
“Ya nos cansamos, papá”, dije. “Estoy cerrando”.
Se lanzó y me dio una bofetada en toda la cara. Caí al suelo y me golpeé la cabeza con la amasadora de pizza.
Puede que golpearme la cabeza me hiciera perderla, porque de repente me convertí en la Mujer Maravilla. Me levanté y empujé su cuerpo de 102 kilos por la puerta mosquitera de atrás hasta las rocas de fuera. Le grité y le di puñetazos en el suelo, y seguí gritando y dando puñetazos hasta que alguien me sacó de allí.
Ese alguien fue Johnnie.
Él y todo el vecindario habían venido corriendo. Unas veinte personas, incluidos sus padres, se quedaron mirándome. Vi su compasión y me sentí muy avergonzada. Me sentí humillada. Sabían el secreto. Que mi padre estaba herido y rabioso, y que yo era igual que él.
Y aun así Johnnie me quería. Era mi protector. Mi caballero de brillante armadura. Y por lo que oí a lo largo de los años, fue un caballero para mucha gente.
Esa noche, en el porche, hablamos de nuestro pasado y de nuestros hijos. Él había tenido dos hijos maravillosos que eran la luz de su vida. Le entristecía que no crecieran con un padre. Sabía que se iría pronto. Hablamos de nuestras madres, de la suya, que había muerto demasiado joven, y de la mía, que había sobrevivido milagrosamente. Y de mi padre, que acabó curándose de los abusos que había sufrido de niño, dejó las drogas y el alcohol y se convirtió en un abuelo maravilloso.
Pero por muy pesadas que se pusieran las cosas mientras Johnnie y yo hablábamos, sus ojos seguían brillando con el ingenio y la sabiduría que siempre había tenido. Aunque ahora estaba canoso y muy delgado, la energía sexual entre nosotros era palpable, eléctrica.
No dejaba de acercarme para tocarlo, rozarle el pecho, los hombros y la rodilla. Él deseaba poder tocarme de vuelta, escribió. Bajé los pies del banco roto, los apoyé en su rodilla y puse su mano sobre mí.
Curiosamente, la ELA afecta al movimiento muscular voluntario y, dado que la excitación sexual es una respuesta involuntaria, la función sexual permanece esencialmente intacta. La suya estaba definitivamente intacta.
Si yo no me hubiera apenas enamorado de mi futura esposa y si él no hubiera tenido esposa, ¿quién sabe qué habría pasado?
Después de revivir aquel infame Día del Trabajo, hubo una larga pausa en la que me enjugué las lágrimas mientras él escribía: “Me dolió por ti, pero estaba muy orgulloso de ti aquel día”.
Y a medida que fui creciendo, también me sentí orgullosa de mí.
Mi complicación por haber crecido con un padre herido hizo que me aterrorizara dejar que cualquier hombre se acercara. Mi pasión viró hacia la rabia y la desconfianza. Pero Johnnie, que murió unos meses después, me ayudó a esperar más de las personas, y seguí eligiendo parejas cariñosas y amables el resto de mi vida.
Él y yo coqueteamos hasta que salió el sol, recordando nuestra primera vez en aquella sórdida habitación de motel, pero no podíamos recordar su nombre.
“The Feather Inn”, tecleó mientras yo me levantaba para irme.
¿Cuántas mujeres pueden decir que su primera vez fue increíble?
Todas las personas se merecen un Johnnie para su primera vez o en cualquier momento o cada vez. Alguien paciente y amable que esté dispuesto a abrazarte por completo. Todos tus pedazos rotos y hermosos. No podía creer que tuviera la suerte de que me quisieran así.
Todavía no puedo.