Mi maestro José Salat Figols
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Soñé a mi maestro. Se llamó José Salat Figols. Artista. Exiliado catalán. Vilafranca del Penedès, 1943. Ciudad de México, 2003.
Lo conocí en 1990, en la Academia de San Carlos (1781). Salat era maestro de posgrado en la clase de técnicas al óleo. Yo tenía 21 años.
Su taller —el 401— estaba en la azotea del antiguo edificio. Eran dos talleres para sus alumnos, ambos separados por el suyo que era pequeño y oscuro. En el primer taller estaban los alumnos que apreciaba, en el segundo —donde estaba yo— los que no visitaba con frecuencia.
Había reuniones los miércoles por la noche. El maestro mandaba comprar una botella de vodka ‘del animalito’ —Oso Negro.
El maestro fumaba, bebía vodka. Al principio pensé que se hidrataba con mucha agua por las mañanas.
El maestro hablaba que el arte servía para nada, era más valiosa una televisión. Decía que hacer arte era necesidad del espíritu, como ser cura.
El maestro dividía a dos tipos de artistas: los que pintan con verde y los que no. Yo evito usar el verde.
El maestro pintaba con negro. Yo valoro el negro.
Decía que la verdadera pintura se hacía en óleo, el acrílico era para los que carecían de paciencia. Yo carezco de paciencia.
El maestro usaba una cámara fotográfica Contax. Yo uso lentes Zeiss.
El maestro hablaba de pigmentos, de la química, de esto, de lo otro. Discutía todo del libro de Mayer con elocuencia y acento español. Me gustaba escucharlo.
El maestro decía que el óleo es el peor enemigo del óleo. Yo soy el peor enemigo del óleo.
El maestro excusaba el craquelado de algunas de sus pinturas, en la descuidada técnica de Paul Klee, que no demeritó su importancia en el arte moderno. Klee es mi rama dorada.
La media creta —la base del óleo— se hace con 70 gramos de laja de cola de conejo en un litro de agua destilada, tanto de carbonato de calcio, otros de blanco de zinc y titanio, gotas de linaza, una de formol. Muy importante menear a baño maría hacia un solo lado. Yo meneo para todos lados
La media creta se probaba en la uña de un dedo. Siempre me sale bien.
Una vez, en una de las reuniones del miércoles revisamos nuestros autorretratos. El mío era negro para ocultar mis errores. Mi cabeza tenía una corona. El maestro me dijo que había descubierto a Picasso. Pensé con angustia: «¿Cómo pude haber hecho algo que ya existía?»
Era incipiente, buscaba un lenguaje, mi lexia. Después entendí que era un halago tener mi tribu, los manantiales donde abrevo, apreciar los artistas que miro.
Mi maestro me dijo que admiraba mi transparencia, la valentía de mostrarme como soy. Desde entonces valoro la sinceridad en el arte.
La pintura de mi maestro es maravillosa. Tengo en mi memoria pinturas medianas de marinas o abstracciones en negro.
Mi maestro no vendió, quizá alguna vez lo hizo. No le interesó el sistema. Pintaba con la autenticidad de un artista.
Cuando murió dejó más de cinco mil pinturas. Desaparecieron.
En Google no hay ninguna pieza de su trabajo. Sólo aparecen imágenes de los alumnos que hablamos de él.
Un día, mi maestro me pidió que me mudara al primer taller.
No pinto con óleo. Lo que aprendí de mi maestro es como piensa un artista.
José Salat fue mi primera inspiración.