Opinión: Por qué escribo mi propio obituario cada año

Vida
/ 30 septiembre 2024

NO ES TAN SENSIBLERO COMO PODRÍA PARECERTE. SI TE TOMAS UNOS MINUTOS PARA PROBARLO, PUEDE QUE DESCUBRAS LO MISMO.

Por: Kelly McMasters

La semana pasada escribí mi obituario. Suelo hacerlo una vez al año; se ha convertido en una especie de ritual.

He conocido a otras personas que hacen lo mismo o algo parecido. A una profesora que conozco le gusta escribir su obituario, o cómo espera que sea todo al final del año, al inicio de cada año nuevo. Otra amiga escribe el suyo en Rosh Hashana. Hace poco, un amigo cercano escribió la historia de su vida como parte del proceso de inclusión en la lista de espera para un trasplante de riñón, y se me ocurrió que eso es exactamente lo que parecían sus párrafos: un obituario viviente.

Escribí mi obituario por primera vez cuando tenía 12 años. No fue una tarea escolar ni una broma dramática. Mi madre recibía formación para convertirse en voluntaria en nuestro hospicio local y, como preparación para trabajar con enfermos terminales, le pidieron que ejercitara su imaginación y escribiera su propio obituario. Esta tarea fue tan traumática para algunos voluntarios, que abandonaron la formación; pero mi madre continuó... y, a mí, la idea me encantó de inmediato.

Durante la cena, conversé con mis padres sobre la tarea que le habían encomendado a mi madre para ayudarla a pensar. Esa misma noche, me acurruqué en la cama y escribí el mío. Mi tía, que era periodista y fotógrafa, me había regalado mi primer diario unos años antes, y me pareció una extensión natural de mis garabatos diarios. Seguí el formato de la tarea de mi madre: los hechos, como la edad y el lugar de residencia; los familiares que me sobrevivían; los logros alcanzados en el trabajo o en la escuela y, por último, la comunidad, o cómo podría recordarme la gente.

Mi madre siguió trabajando en cuidados paliativos los siguientes 20 años, y yo continué escribiendo mi obituario casi todos los años, incluso después de que dejó de ser voluntaria. A medida que fui aceptando que todos los pacientes que mi madre conocía morirían pronto, algunos a las pocas horas de conocerse y otros al cabo de meses, también llegué a comprender que la mayoría de la gente que no vivía en nuestra casa no toleraba hablar mucho de la muerte, sobre todo de la propia.

El resultado de este ritual de escribir obituarios no es tan sensiblero como podría parecer. Si te tomas unos minutos para intentarlo, puede que descubras lo mismo. En una página, más o menos, suelo terminar con un ligero recuento del año, comparado con todos los anteriores. Descubrí que muchos de los logros que me habían parecido valiosos un año apenas merecían mención al siguiente.

Algunos años son cortos y superficiales; otros están llenos de alegría y esperanza... y hasta de orgullo. Algunos años sientes una especie de aliento por la vida acumulada, como cuando apilas bloques: hija, esposa, madre de uno, madre de dos. Otros, debes aceptar que también pierdes bloques, como cuando ocurre un divorcio, debes hacer una mudanza difícil, sufres trastornos o mueren otras personas que forman parte de tu vida.

En los años que siento alguna carencia, a veces escribo un obituario centrado en mis aspiraciones. Imagino que llegué a los 94 años, que cursé un doctorado, que gané la lotería o le dejé un legado enorme a mi biblioteca local. Aunque incluso las versiones más fantasiosas (¡Obtuve mi licencia de piloto! ¡Fui a una excavación arqueológica! ¡Tenía una casa de campo en la costa de Irlanda!) son enumeraciones rápidas de los logros más llamativos y las acumulaciones más ostentosas para luego llegar al meollo del asunto: quién y qué queda atrás.

Algunos años no hubo manera de hacer tiempo para este ejercicio: el año siguiente a septiembre de 2001 (estuve en el World Trade Center el día de los atentados) y, más recientemente, los años más duros de mi matrimonio y divorcio. No pude escribir nada de mi obituario en plena pandemia; era la madre soltera de dos hijos, así que el miedo a la muerte se apoderó de mí en la primavera de 2020 y nubló mi capacidad de armarme de suficiente valor para hacer algo que ya no me parecía un ejercicio.

Cuando por fin retomé la práctica, el espacio de 24 meses me pareció elástico y deformado. Tenía la sensación de estar escribiendo alrededor de un agujero negro. El trabajo y la comunidad fueron remplazados por el ciclo de eclosión de las mariposas o de fermentación de la masa, la longitud inmanejable del cabello de mi hijo o el color cambiante del mío, diferentes formas de medir el tiempo.

Sin embargo, escribir mi obituario es reconfortante la mayoría de los años. Aunque los obituarios suelen ser documentos públicos pensados para medir el impacto póstumo de una persona, escribirlos en mi diario me dio la oportunidad de medir una huella más íntima. Este recuento privado no es importante por su interés periodístico ni por los hechos. Cuando hojeo mis viejos obituarios, hojeo versiones pasadas de mí misma. En muchos sentidos, son como antiguas yo muertas e inalcanzables, y me consuela poder saludarlas.

Este año, disponerme a escribir mi esquela me pareció más solemne de lo habitual. Pensé que tal vez era cierta nostalgia porque a mi hijo menor se le cayeron los últimos dientes de leche o que el remolino de ansiedad general del ciclo electoral había enturbiado el ritual. Pero en cuanto escribí esa primera línea —siempre mi nombre y la edad de mi muerte— me di cuenta: estaba a punto de cumplir 48 años, la misma edad que tenía mi tía, la que me regaló mi primer diario, cuando murió. Y mi hijo mayor, de 14 años, tenía exactamente la edad que yo tenía cuando la perdí. Que ella llegara a significar tanto para mí en tan poco tiempo me da una esperanza que ni siquiera sabía que necesitaba.

En el documental “Obit”, sobre la sección de obituarios de The New York Times, la reportera Margalit Fox afirma: “Los obituarios no tienen casi nada que ver con la muerte y absolutamente todo que ver con la vida”. Parece de lo más injusto que esperemos hasta después de nuestra muerte para escribirlos y nunca lleguemos a leerlos nosotros mismos. Escribir tu obituario cuando todavía estás vivo puede darte claridad sobre tu vida y, con suerte, si te percatas de alguna carencia, aún tendrás tiempo de corregir.

Estoy agradecida de que mi madre trajera la práctica de mirar a la muerte de esta manera a la mesa de la cena hace tantas décadas y continuara haciéndolo después, a través de todas las historias de sus pacientes moribundos. Mi tía me enseñó el valor de llevar un diario; del mismo modo, el ejercicio del obituario de mi madre me enseñó la práctica y el valor de mantener a la muerte cerca, para así acordarme de vivir.

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