Testimonio de una cuasi mamá: relato de un aborto y el amor por un hijo que lo supera todo
Esta es la historia de una mujer que en pocos días se sintió feliz al saber que sería mamá, hasta que un aborto espontáneo le arrebató la dicha
El 6 de marzo del 2020 supe que sería mamá.
Tenía cinco meses sin menstruar. Nada raro; desde los 13 años los quistes en mis ovarios han hecho que solo 3 veces al año me llegue la regla. Supuse que sería la misma situación as always. La misma situación de ir al ginecólogo para que me dijera que solo necesito pastillas anticonceptivas y listo. La misma situación que, para mi desgracia, no ocurrió.
Llegué a la clínica ubicada frente al Hospital Universitario de Saltillo. El lugar no me daba mucha confianza, pero solo podía gastar 500 pesos en esa consulta. Estaba casi segura del diagnóstico, pero quería evitar la automedicación de la que mi prima, quien es médica, tanto se quejaba.
Ya adentro, el ginecólogo me indicó quitarme las prendas inferiores y señaló una bata que podría usar para cubrirme. Me la puse. Me recosté en la camilla. Acomodé mis piernas en los estribos. Sentí el frío entrar en mi vagina. El ultrasonido vaginal seguía siendo tan incómodo como la primera vez que lo experimenté.
Miré hacia el monitor. El médico dijo:
–Sí, hay un saco gestacional. Felicidades.
Por un segundo me invadió el miedo. No lo tenía planeado. ¿Le afectarán los antidepresivos que tomo?, ¿qué pensará mi novio? ¿qué pensarán mis papás? ¿qué pensará la gente?
Recordé entonces que ya tenía 29 años. Que estaba en una relación estable. Que mi psiquiatra dijo que la fluoxetina no era peligrosa en caso de embarazo.
Mis ojos se inundaron de lágrimas. No recordaba haber llorado de felicidad antes.
Del lugar al que entré sin confianza, salí con la sonrisa más inmensa del mundo. Llamé a mi hermano para contarle que sería tío. No lo podía creer. Se emocionó por mí y me felicitó.
Lo primero que hice fue correr hacia Coppel para ver trajecitos de bebés. ¡¿Será niño o niña?! ¡Qué importa! ¡Ya soy la mamá más afortunada del mundo!
Elegí un juego de tres mamelucos de color gris. Uno de ellos tenía la frase “I love my daddy”. Compré un álbum de fotografías en cuya portada se leía “Welcome to the world” y puse ahí el ultrasonido donde se veía bebé.
Metí todo en una caja de regalo y esperé ansiosa e ilusionada al futuro papá. También estaba algo nerviosa porque no sabía cómo sería su reacción. Esa noche, cuando volvió del trabajo, abrió mi regalo. Vi su cara de genuina felicidad. Nos abrazamos y lloramos. También le conté a mi prima, pero ella no me felicitó. Me hizo preguntas:
–¿Cuántas semanas tienes?, ¿cómo te sientes?, ¿has sangrado?
Bueno, es médica, supongo que es normal tanto cuestionamiento.
–No le digas aún a tu familia, espera un poco –me recomendó.
Pero yo necesitaba que todos compartieran conmigo esa alegría, quería salir corriendo y gritarlo al mundo.
A los dos días, el 8 de marzo de 2020, se lo contamos a todos. Mi familia, su familia, nuestros amigos. Todos llenos de amor por nosotros, por ese bebé que se estaba formando en mi útero.
Mi estúpido útero.
Llegó el 9 de marzo. Todo pasó tan rápido. Tres días después de saber que sería madre, empezó el sangrado y el dolor. Llamé a mi ginecólogo. Dijo que era normal y me tranquilicé.
Al día siguiente, el martes 10, los cólicos se intensificaron al punto de no dejarme dormir y el sangrado empeoró. Todo tan rápido.
Fui a urgencias y escuché lo que tanto temía: “amenaza de aborto”.
Guardé reposo. Tomé el medicamento recetado. Traté de estar tranquila. Pero los miedos me atacaron.
Busqué en Google “aborto espontáneo” y leí que era más común de lo que imaginaba.
Le recé a Dios y le hablé a bebé: “Somos fuertes, amor. Nosotros podemos”.
Pasaron los días y el sábado 14 el dolor aumentó. Nuevamente fui a urgencias y después de checarme, la ginecóloga dijo que el saco gestacional estaba cerca del cuello uterino y solo debía esperar.
Yo misma lo vi en el monitor. Yo misma sentí la esperanza irse de golpe.
Regresé a casa. No tenía fuerzas. La familia le decía a mi entonces novio que me llevara con otro ginecólogo, que recibiera otra opinión. ¿Cuántas veces más quieren que escuche que voy a perder a mi bebé?
Grité. Estaba cansada. Estaba desesperada. Estaba enojada. Me arrodillé ante el crucifijo de la puerta de la entrada y con lágrimas en los ojos dije: “Hágase en mí según tu voluntad”.
Solo 15 minutos después, un dolor horriblemente fuerte en la parte baja de mi vientre me hizo ir al baño.
Ahí estaba. Flotando en la taza. ¿De verdad?, ¿es real?, ¿así? Tan hermoso inicio, tan injusto final.
Salí del baño llorando a gritos. Nunca. Jamás. Nada en la vida me había dolido tanto. No escuché las palabras de aliento de mi pareja, ni siquiera sentí sus abrazos, tampoco sus lágrimas caer sobre mi rostro.
No sentía nada más que dolor en mi pecho.
La mamá de mi pareja tomó un frasco de la alacena y fue al baño a recoger esa pequeña burbujita. La escuché decir:
–Ah, sí es.
Me acosté por instinto en posición fetal. El llanto apenas me dejó respirar. Pero solo me permitieron 3 minutos de desahogo porque el dolor volvió. Y volvió mucho más intenso que antes. No podía moverme. Sudaba frío. Apretaba las sábanas con mis manos. Gritaba de dolor. El maldito dolor.
Mi pareja en ese momento llamó a la ambulancia, pero enviaron primero a un paramédico. Dijo que estaba por entrar en shock, aunque no me podían dar analgésicos. Era porque mi matriz debía expulsar aún algunos tejidos y el dolor era necesario para eso.
El enfermero hizo una llamada y a los 5 minutos llegó una ambulancia.
El departamento que compartía en aquel año con mi ex novio estaba en el segundo piso. Por lo mismo no podían subir la camilla. Así que me pidieron que intentara bajar las escaleras. No supe ni recuerdo cómo lo logré.
Me subieron a la ambulancia mientras la gente que iba pasando se detenía a mirar.
En el hospital me recibió la misma ginecóloga que minutos antes me había dicho que solo era cuestión de tiempo y me dijo:
–Te dije que iba a pasar.
Ya iba canalizada. Ya tenía suero. Me sentaron en una banquita fría y me pidieron datos. Estaba sola. Nadie podía acompañarme. Ni siquiera tenía mi celular. De todos modos no quería hablar con nadie.
Poco a poco el dolor disminuyó, pero cada tanto me volvían cólicos tan fuertes que me hacían ir al baño y soltar gemidos de dolor al mismo tiempo que expulsaba sangre y tejidos.
Estuve cinco horas junto a mujeres embarazadas. Cinco horas escuchando los latidos de sus bebés cada treinta minutos. Cinco horas.
Algunas enfermeras por error se acercaban conmigo y me decían: “¿Puedo checar los latidos de tu bebé?”. Era hasta que veían el frasquito de mermelada donde llevaba ese saco de solo 5 semanas que se retiraban apenadas.
También escuchaba casi cada 20 minutos: “¿Ya checaron a la del aborto?”. Me llamo Cristina, mucho gusto.
Me pasaron al área donde me harían un legrado, pero al hacerme el eco dijeron que con un aspirado sería suficiente. Creí ingenuamente que no dolería, que lo peor ya había pasado. Pero ese día parecía haberse planeado para que experimentara el peor dolor emocional y físico de mi vida.
El enfermero tomó mi mano mientras yo rezaba el Padre Nuestro en voz alta, esperando que empezaran el procedimiento. No terminé de rezar porque inyectaron la anestesia en mi cuello uterino y el dolor me hizo gritar.
Comenzaron el aspirado y en un momento mientras veía las luces frías del techo le pedí a Dios que me llevara con Él, que me llevara porque no aguantaba un segundo más.
Mi llanto hizo que el ginecólogo pidiera más anestesia, pero yo no quería, tenía la sensación de que me estaban desgarrando mis partes internas.
Terminó el procedimiento. Me sacaron y me sentaron en una banquita a esperar mi alta. No pude evitarlo, las lágrimas brotaron de mis ojos cual manantial.
Me golpeó la realidad: ya no iba a ser mamá.
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