Akenatón, el faraón que lo cambió todo
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Desde el principio de su reinado, Akenatón y su esposa Nefertiti decidieron desafiar el sistema de fe en que se apoyaba la religión del Antiguo Egipto.
Akenatón era el décimo faraón de la dinastía XVIII, y su reinado empezó alrededor del 1353 antes de Cristo.
El plan de Akenatón era radical y revolucionario: por primera vez en la historia, un faraón buscaría reemplazar a todos los dioses del Imperio Egipcio por un solo dios, Atón, el más poderoso de todos y el creador de todo lo creado (un concepto monoteista que más adelante sería adoptado por nuestra propia religión).
Según Akenatón, Atón (el Sol) era el único dios necesario.
El faraón era como un dios viviente, por lo tanto podía cambiar todo lo que quisiera: la religión, la política, el arte e incluso el lenguaje. Y Akenatón estaba dispueso a usar todo ese poder.
De hecho, decretó que los 2 mil dioses que tradicionalmente habían protegido a Egipto por más de mil años quedaran eliminados de un plumazo.
Es difícil imaginar lo que sintieron los egipcios ante este nuevo mandato. La decisión debió de parecerles no solo inesperada sino inconcebible.
Otra decisión sorprendente
Los dioses, que antes tenían formas animales y humanas, fueron reemplazados por un dios abstracto, que de ahora en adelante guiaría los destinos del pueblo egipcio.
Para los sacerdotes, que por generaciones habían dedicado sus vidas a los antiguos dioses y habían llegado a ser extremadamente poderosos, aquella era una decisión catastrófica.
Pero el siguiente anuncio de Akenatón sería igual de sorprendente: él, su esposa y su fafmilia abandonarían la sagrada ciudad de Tebas, el corazón de toda la nación, y se dirigirían hacia el norte por el río Nilo en busca de un sitio para levantar una nueva ciudad como capital del imperio.
El mandato de Atón
Akenatón quería romper con el pasado. A Nefertiti, le dio el título de ‘Gran Esposa Real’, y la revistió de los mismos poderes del faraón.
Juntos viajaron 320 kilómetros hasta llegar a lo que en la actualidad es Amarna, una región en la rivera oriental del Nilo.
En una roca todavía existente en ese lugar se puede leer una proclama pública de Akenatón, que explica la razón que lo llevó a escoger precisamente ese lugar para edificar su gran ciudad.
Según la proclama, Atón, el dios Sol les dijo a él y a su esposa: “Construyan aquí la ciudad Sagrada”. Y Akenatón obedeció de inmediato: levantó la nueva ciudad a una velocidad vertiginosa.
Miles de personas de la lejana Tebas fueron traídas para construir, decorar y administrar la nueva capital en la que llegaron a vivir 50 mil personas.
Construyeron casas, palacios y templos bellamente decorados; excavaron pozos, plantaron árboles y jardines… y el árido desierto floreció: la visión de Akenatón de una utopía religiosa se fue convirtiendo en realidad.
La ciudad fue llamada Ajetatón y se convirtió en el nuevo corazón político de Egipto, y en el centro de un nuevo culto, dirigido a un solo dios.
El retrato de la familia
No sólo la capital y la religión cambiaron, también cambió la familia real, que se mostró ante el pueblo a un nivel de intimidad nunca antes visto.
Las nuevas imágenes mostraban a Akenatón y a Nefertiti abrazando a sus hijas. Hasta entonces, ninguna familia real egipcia había sido retratada mostrando afecto a sus descendientes.
La forma de representar al rey también cambió. De hecho, su fisonomía se veía completamente distinta a la de los faraones que hubo antes e incluso después de Akenatón.
Usualmente, los faraones eran representados de manera que se vieran bien parecidos, fuertes y varoniles. Akenatón, por el contrario, se mostró tal como era: con una nariz alargada que apuntaba a su puntiaguda barbilla, y con una ‘barriga cervecera’ poco halagüeña que le colgaba por encima del cinturón.
Así de asombrosamente expresionistas eran los retratos de la familia real que se exponían en los centros ceremoniales, y que todavía hoy pueden observarse en las paredes de los palacios.
Del éxtasis a la agonía
Akenatón había logrado hacer de la nueva ciudad de Ajetatón, un paraíso religioso en el desierto. Se había declarado ‘hijo de Dios’ y parecía que su revolución religiosa era exitosa.
Pero de pronto todo empezó a derrumbarse. El faraón se enteró de que muchos de sus súbditos, incluso los que vivían en su ciudad, no habían abandonado a los viejos dioses. Esto lo llevó a ordenar a sus soldados la búsqueda y destrucción de todas las imágenes de los antiguos dioses, especialmente la de Amón-Ra.
La idea era borrar la memoria de los dioses antiguos en todas sus tierras.
Esto le causó muchas amarguras al faraón, incluso lo llevó a descuidar la seguridad del Imperio, que ahora parecía vulnerable a las invasiones.
Tabletas de arcilla encontradas en Amarna revelan cómo el gobernante de uno de los estados de Akenatón, le ruega al faraón que envíe tropas para defenderse de los hititas, los archienemigos de Egipto.
“Se lo pedí pero no me respondió. No me ha mandado la ayuda que necesito”, se quejaba el gobernante desesperado. Pero Akenatón nunca envió la ayuda y el estado cayó en manos de los hititas.
Mientras tanto, una epidemia de peste arrasaba no sólo con el país, sino con los miembros de su propia familia. Y, como faraón, Akenatón era considerado el verdadero responsable de aquella desgracia.
Era obvio, para sus súbditos, que la catástrofe se debía a que el faraón había ofendido a los antiguos dioses.
Y cuando parecía que la situación no podía ser peor, perdió a la mujer que lo había acompañado en su gestión: la reina Nefertiti también falleció.
Adiós al Paraíso
El paraíso de Akenatón estaba al borde del colapso.
Para sus asesores y cortesanos el país estaba perdiendo su riqueza y poderío.
Trece años después de la fundación de su ciudad, Akenatón murió. Hay quienes creen que fue asesinado para que su reinado terminara.
La ciudad fue abandonada y más tarde destruida y borrada de la memoria, junto con el culto a Atón y al mismo Akenatón, quien finalmente sería recordado por ser el padre de Tutankamón, su sucesor, y el más famoso de los 170 faraones que gobernaron Egipto.
Fue Tutankamón quien rescató a los antiguos dioses, y restauró el poder y la prosperidad de Egipto. Los sacerdotes regresaron más poderosos que nunca. Y la vida volvió a la normalidad.
Ningún faraón egipcio volvió jamás a desafiar a los dioses ni a tratar de cambiar el orden establecido.
Con información de BBCMundo