Deja de disculparte en exceso
Menos disculpas y más seguridad beneficiarán a tu vida
La confianza, por lo menos en el ámbito laboral, significa nunca tener que pedir perdón. Ahora lo sé, pero en los primeros años de mi carrera descubrí que me disculpaba una y otra vez mientras mi confianza y autoestima estaban a prueba en distintos niveles: desde las funciones de mi cargo hasta las revisiones de desempeño, pasando por el trabajo de construir redes y obtener clientes.
Crecí en una familia con fuertes valores del confucianismo; mis padres emigraron de China a Estados Unidos. Mi padre buscó preservar y poner en la práctica los valores culturales chinos por encima de los occidentales y quería que demostráramos humildad. “Nunca hables de ti misma”, ordenaba. “Deja que tu maestro sea quien diga cosas buenas sobre ti. No está en ti decirlas”.
Incluso cuando otros me halagaban aprendí a restarle importancia, e incluso aprendí a ser la primera en criticar mis logros.
Poco a poco comencé a pensar que no tenía valor a menos de que alguna autoridad dijera que lo tenía. Simplemente no era mi lugar cuestionar eso.
A menudo comenzaba y terminaba mis conversaciones con la palabra “perdón”: perdón por molestarte, perdón por las malas noticias, perdón que surgió esto, perdón por preguntar.
Como la más pequeña de la familia, sentía que no tenía tanto que ofrecer, a diferencia de los mayores, y que mi opinión no valía mucho la pena. Por lo general la culpa y la vergüenza descendían a través de los niveles jerárquicos en mi familia y terminaban asentadas en mí. ¿Se rompió un jarrón? ¿Se cayó la leche? ¿Alguien cometió un error? Todos volteaban a verme. Así que desde muy temprano comencé con una disculpa por delante. Descubrí que con frecuencia mitigaba situaciones candentes.
Sin embargo, ese enfoque no funcionó tan bien cuando empecé a trabajar, sobre todo en mi puesto en una empresa de tecnología de punta donde tenía que interactuar con muchos equipos y gerentes séniores. Recuerdo que merodeaba para poder acercarme a la puerta de mi jefe, y golpeaba con gran timidez:
“Lamento mucho molestarlo. ¿Puedo hacerle una pregunta sobre este proyecto? Perdón”.
“Claro, pasa. No necesitas disculparte”.
“Está bien, perdón”.
Un gerente de producto después me dijo que debería ser mi propia defensora y dejar de disculparme. Y, finalmente, escuché la siguiente exclamación de un ejecutivo: “¡Deja de pedir perdón! No tienes que hacerlo a menos que efectivamente te hayas equivocado, ¿de acuerdo? ¡El equipo y los clientes van a pensar que no tienes confianza si siempre te estás disculpando!”.
El cambio no se dio enseguida. Me llevó tiempo internalizar su mensaje. Gran parte del valor propio, en el lugar de trabajo, equivale a aumentos de sueldo o ascensos. Durante años, hablar de estos temas y darme crédito a mí misma por mi propio trabajo me resultaba incómodo y vergonzante.
Sin embargo, me di cuenta de que debía esforzarme para tener éxito en un ambiente muy distinto al de la cultura en la que me criaron. Se esperaba que tuviera confianza. Al analizar mis antecedentes y valores centrales, descubrí que tener una postura perpetua de disculpa no necesariamente representa humildad verdadera. Me di cuenta de que podía ofrecer un autorretrato sincero sin ser arrogante, de manera que otros vieran que yo podía hacer la diferencia. Este era un estilo de confianza que me parecía congruente y auténtico. El proceso de autoanálisis me dio un marco que me ha permitido salir de mi zona de confort y trabajar en un ambiente laboral cada vez más diverso.
A lo largo de mi carrera he conocido a muchos otros profesionales que han batallado por encontrar su valor en sus empleos.
Las mujeres y los miembros de minorías étnicas o raciales, particularmente, han sido criados muchas veces con ciertos valores y expectativas, y de pronto deben sobresalir en un ambiente donde el camino hacia el éxito es muy diferente. Mi experiencia me ha permitido ayudar a esos profesionales a entender y expresar su valor ante otros mientras se mantienen fieles a sí mismos.
Debo reconocer que, hasta el día de hoy, a veces tengo que suprimir mis ansias de autocriticarme. Pero he aprendido a darme permiso para declarar mi propio valor.
“No”, dije de manera definitiva un día, cuando aspiraba a un nuevo puesto con un mejor sueldo. “Creo que no puedo aceptar menos de esta cantidad”. Había investigado y sabía que mi propuesta coincidía con la de otros igual de calificados.
“Está bien”, respondió mi futuro jefe. “Eres la adecuada; espero con ansias que comiences”.
Así nada más, y me di cuenta de que había mostrado mi valor sin haber pedido perdón ni una sola vez.
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