En el cementerio

Politicón
/ 30 abril 2019
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El Pére Lachaise, sin duda alguna, es el cementerio más bello del mundo. Su belleza no es funeral, ni menos aun museográfica: es la belleza de un bosque al pie de cuyos árboles hay tumbas. El registro oficial señala algunas. Están las de los grandes de la Francia y están también los de muchos grandes del mundo, pues el mundo es en alguna forma una prolongación de Francia. Ahí están Moliére y Lafontaine; ahí están Wilde y Rossini.

Hay tumbas muy conocidas. La de Chopin es la más visitada. En ella hay siempre pequeños ramos de violetas de Parma, la flor predilecta del gran músico, y nunca faltan en su lápida lámparas votivas encendidas por gente de todos los países. Ante la tumba de Alan Kardec, el fundador del espiritismo, se ofician extraños ritos por mujeres enlutadas que caen de pronto en trance y comienzan a hablar con el ectoplasma del desaparecido. Los novios visitan la tumba donde reposan los cuerpos de Abelardo y Eloísa, apasionados amantes del medioevo.

El Pére Lachaise es también sitio de peregrinación para incontables muchachas y muchachos de la nueva ola. Van a rendirle tributo a uno de sus ídolos caídos, el músico Jim Morrison. Ahí reposa ese rockero, si es que los rockeros pueden reposar alguna vez. Por los días en que estuve en París la última vez se cumplió un aniversario más de la muerte de ese músico, y su tumba se cubrió de ofrendas, algunas un tanto heterodoxas, como carrujos de mariguana, por ejemplo. Los guardianes del cementerio –al fin franceses– toleraron los tributos de los dolientes. No todas las ofrendas funerarias tienen que ser ramos de flores o coronas.

Hay tumbas poco conocidas. Yo conozco una de ellas. Es la de un mediocre periodista del antepasado siglo que murió en un duelo a pistola. Su inconsolable viuda encargó a un escultor que le hiciera en bronce la imagen yacente de su esposo, a fin de ponerla sobre su tumba. Vaya usted a saber por qué, el caso es que el escultor le dejó al mesié un sospechoso abultamiento en la parte correspondiente a la entrepierna. Es bastante notorio ese prominente bulto. ¿Se trata de algún homenaje póstumo por parte de la esposa del desaparecido, que quizá conservaba de él buenas memorias? No lo sé. Lo cierto es que cualquier varón querría tener en vida lo que ese señor presenta en muerte.

Existe en París una curiosa tradición. Hay casadas que tardan en encargar familia, aun deseándola. Ése es un problema, pues ya se sabe que los niños vienen de París, y no tenerlos ahí es gran complicación. Las aspirantes a mamá van entonces al Pére Lachaise, y cuando nadie las mira se levantan las faldas, se echan sobre el señor Duval y frotan vehementemente cierta parte de su anatomía contra el tremendo abultamiento del difunto. Se cree que con eso encargarán familia. El tratamiento, según el folklore parisino, es más efectivo que las aguas de San Serenín del Monte en la vecina España.

Por mi parte yo visito la tumba de uno de mis autores predilectos: Alphonse Daudet. Una de sus novelas de juventud, “Le petit chose”, –“Poquita cosa” – me causó impresión imborrable cuando la leí en la adolescencia. Sentimental como entonces, he comprado un pequeño tiesto de jacintos. La tierra junto a la tumba de Daudet es rica y húmeda. Hago en la tierra un hoyo pequeñito y planto ahí mi ofrenda. Vivirá unos cuantos días. Todos vivimos unos cuantos días.

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