Ligeros de equipaje, el tiempo es irrecuperable, escurridizo

Politicón
/ 15 junio 2020

Salgamos del territorio de los ‘pudiera’, ‘hubiera’ o ‘tuviera’, y emprendamos la marcha a la comarca de los buenos momentos

“En el mundo hay dos clases de hombres: los que valen por lo que son y los que sólo valen por los cargos que ocupan o por los títulos que ostentan. Los primeros están llenos; tienen el alma rebosante; pueden ocupar o no puestos importantes, pero nada ganan realmente cuando entran en ellos y nada pierden al abandonarlo. Y el día que mueren dejan un hueco en el mundo.

Los segundos están tan llenos como una percha, que nada vale si no se le cuelgan encima vestidos o abrigos. Empiezan no sólo a brillar sino incluso a existir, cuando les nombran catedráticos, embajadores o ministros, y regresan a la inexistencia el día que pierden tratamiento y títulos. El día que se mueren, lejos de dejar un hueco en el mundo, se limitan a ocuparlo en un cementerio. Y a pesar de ser, así las cosas, lo verdaderamente asombroso es que la inmensa mayoría de las personas no luchan por ‘ser’ alguien, sino por tener ‘algo’; no se apasionan por llenar sus almas, sino por ocupar un sillón; no se preguntan qué tienen dentro, sino qué van a ponerse por fuera”, estas palabras de Martín Descalzo calan hondo y nos vienen bien especialmente ahora que el mundo entero, repentinamente, se ha pausado.

NO MUERE…

Aquellos que dejan un hueco en el mundo, los auténticos, son seres humanos que viven con una fe enrome y con ilimitada esperanza, como esa que Santa Teresa De Jesús decía “vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”; ciertamente,  estas personas bien podrían poner en su epitafio: “aquí no muere la vida, sino la muerte”, poderosa y milagrosa creencia que se alimenta, paradójicamente, por el amor a la vida.

TAL VEZ…

Tal vez por intentar ser como las segundas personas descritas por Descalzo, existe la tendencia de sentirse aburridos, de caer en desgane ante las faenas de la vida, a fastidiarse ante el  paso de los minutos, a malhumorarse ante el encierro obligado y el correr de los días, a hundirse frente a  esos problemas que son más imaginarios que reales. A ser simplemente “percheros”.

Tal vez, por ansiar solamente el tener, muchos jóvenes convierten sus esplendorosos días en interminables y oscuras noches, convirtiéndose a la larga en seres tristes y aburridos, sin siquiera darse cuenta que tanto el aburrimiento como la desdicha no dependen de los éxitos o fracasos, ni del poseer bienes materiales, sino de la frescura del alma que habita en el corazón de las personas y que quiere ser descubierta, ensanchada.

Posiblemente, por andar preocupados e inquietos por obtener tantas cosas y menesteres, en ocasiones olvidamos vivir, dejando a un lado los abundantes momentos y las maravillosas vivencias que son totalmente gratuitas y alcanzables.

Siento que, a veces, pensamos que los bellos instantes son parte de la vida, sin comprender que ellos son la vida misma, y éstos buenos momentos siempre los tienen los que saben para qué existen. Estamos convocados a descubrir y disfrutar la experiencia de la vida y esta se celebra viviendo y experimentando nuestro potencial interior, no con los valores externos.

SI PUDIERA…

Séneca apuntó “doloroso es que comencemos a vivir cuando morimos”, realidad que se expresa puntualmente en la siguiente reflexión, cuya autoría no se conoce con certeza: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores, no intentaría ser tan perfecto, me relajaría más, sería más tonto de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos organizado, correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos, iría a más lugares donde nunca he ido, comería más helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría. Pero si pudriera volver atrás trataría de tener solamente buenos momentos. De eso está hecha la vida, solamente de momentos, no te pierdas el ahora.

Yo nunca iba a ninguna parte sin termómetro, una bolsa caliente, un paraguas o un paracaídas. Si pudiera volver a vivir viajaría más liviano. Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principio de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño. Daría más vueltas en calesa,  contemplaría más amaneceres  y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante. Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo”.

MOMENTOS

Si volviera a vivir haría esto o aquello otro, si pudiera volver a esos tiempos idos para siempre ¡entonces sí que sería más amante de la vida! Pero el tiempo es irrecuperable, es escurridizo. Mejor salgamos del territorio de los “pudiera”, “hubiera” o “tuviera”,  y emprendamos la marcha a la comarca de los buenos momentos, al jardín de la esperanza y alegría. 

“La noche apremia al día, el día a la noche; el estío acaba con el otoño; al otoño lo empuja el invierno, que es echado por la primavera; todo pasa para volver de nuevo”, entonces ¿por qué vivir preocupados si nadie pude trastocar un sólo segundo?

La vida se confecciona de momentos y cada momento en si es una pequeña vida, esos breves instantes que se convidan silenciosamente entre sí, sucesivamente, se van amontonando unos arriba de otros y son los que entretejen nuestra singular existencia. Así pues, vivir la experiencia de la existencia, implica saber saborear el instante, ganar el aquí y el ahora, despojándonos de tiempos pasados y de los apocalípticos futuros.

Vivir el momento significa desprendernos del miedo que a veces sentimos del mañana y  en ocasiones de nuestros semejantes; implica aprestar la voluntad para amar en vida a los que nos ayudan a hacer nuestra vida.

Vivir el momento significa decir “aquí estoy” a los retos, al trabajo, a la pareja, a los hijos y también a los amigos. Vivir el momento, es saber encontrarnos los unos con los otros; significa: amar lo que hacemos o haber tenido el coraje de emprender lo que amamos. Implica, también, no desfallecer cuando nuestros actos no sean del todo fieles a nuestro pensar. 

AQUÍ Y AHORA

Para vivir el momento hay que dejarse entusiasmar del Eterno. De Dios. Si estamos con vida, entonces ¡vivamos! Sabiendo que este es nuestro supremo oficio y que todos los momentos representan espacios para la libertad.

¡Echemos manos a la vida! Hagamos notable e inolvidable cada momento, que en ellos se puede vivir toda una vida. Aprovechemos apasionadamente este breve paréntesis de nuestra eternidad, abramos el alma sin reservas –de par en par– a este espléndido “ahora”. 

Renazcamos continuamente para abrazar el misterio de existir. Todos tenemos la oportunidad para recomenzar una nueva manera de vivir, de estar, para que, luego, en el ocaso de nuestra personal existencia, no tengamos que decir “si tuviera otra vez la vida por delante”, o “¿Por qué no hice eso que tanto quería?”.

La incertidumbre nos ha dado la oportunidad de reflexionar y hacer un hueco en el mundo o, por lo menos, en el corazón de las personas que amamos o que nos amaron sin pedir nada a cambio. 

Tan grande puede ser el amor por la vida y tan inmensa la fe que de ella emana, que racionalmente podemos comprender que en la eternidad se escuchara el eco de la vida vivida;  bueno sería que, desde ahora, hagamos nuestra la alegría del canto de Antonio Machado: “cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de retornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”. 

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