Su familia votó por Trump. Terminó deportada a México

Internacional
/ 25 julio 2018

Letty Stegall no solicitó la “tarjeta verde” después de casarse porque un abogado le dijo que no tenía nada de qué preocuparse al tener un esposo y una hija estadounidenses. No contaban con Trump. Ahora su deportación implica que probablemente no pueda regresar a Estados Unidos por una década

Boca del Río, Veracruz. — Es como si Letty Stegall estuviese allí, en su casa de Estados Unidos, junto a su hija, alentándola para que complete sus tareas escolares. Cuando su esposo va a la tienda de comestibles, ella arma la lista de cosas a comprar con él. En el bar donde trabajaba, sigue dándole una calurosa bienvenida a los clientes y durante la cena en su casa, ve lo que cocinó su familia.

El rostro de Stegall, sin embargo, aparece solo en una pantalla y sus palabras llegan a través de conexiones telefónicas inestables y de una andanada de mensajes de texto. Su familia está a 2.575 kilómetros (1.600 millas) de distancia. Una mujer que se casó con un estadounidense, dio a luz un hijo estadounidense y se siente estadounidense que fue deportada a su México natal.

“Quisiera estar allí. Es lo único que deseo”, comenta acerca de su vida en Kansas City, Missouri. “Quiero estar de nuevo con mi familia”.

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A medida que Estados Unidos endurece sus políticas hacia la inmigración ilegal, miles de personas que se sentían como en su casa en suelo estadounidense se han tenido que ir. A menudo dejan atrás esposos e hijos estadounidenses y deben encontrar la forma de salir adelante con familias desgarradas. Estudios indican que entre 8 y 9 millones de estadounidenses, la mayoría de ellos menores, viven con al menos un pariente que no está en el país legalmente, lo que hace que cada paso que se da para deportar a un inmigrante probablemente afecta a un ciudadano estadounidense o un inmigrante con status legal.

La deportación de Stegall implica que probablemente no pueda regresar a Estados Unidos por una década. Ella reza para que el papeleo para regularizar su situación a partir de su matrimonio con un estadounidense dure no más de dos años, pero no tiene garantías.

Por ahora, es una extraña en una tierra vagamente familiar, de la que se fue a los 21 años, en 1999. Su teléfono y su computadora son su único vínculo con una vida que ya no es suya. Cuando su hija de 17 años Jennifer Tadeo Uscanga llega a la casa de la escuela, Stegall está allí, recibiéndola a través de FaceTime. Observa imágenes transmitidas por 16 cámaras en el bar que sigue manejando desde la distancia. Le envía a Steve Stegall, su esposo desde hace seis años, un beso al acostarse, apoyando sus labios en la pantalla del celular.

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El mundo análogo en cuatro dimensiones que tanto disfrutaba fue aplanado y digitalizado. Está consciente de lo extraño que parece todo, pero se pregunta si tiene alguna otra alternativa. ¿Debe sacar a Jennifer del único mundo que conoce, donde sus sueños de ir a la universidad y tener una carrera parecen tan posibles? ¿Debería pedirle a Steve, nacido y criado en Kansas City, que deje el negocio y su casa para irse a vivir a una tierra cuyo idioma no habla y cuya seguridad podría verse comprometida por los carteles de las drogas?

“Lo perdí todo”, comenta. “Estoy sola”.

Stegall camina por calles de viviendas modestas, pintadas en colores brillantes, junto a árboles de guayabas amarillas y a una carnicería de la que cuelgan salchichas que parecen adornos de navidad. Palmeras tapan un cielo azul y abajo hay una cantidad de flores moradas.

Abunda la belleza en Boca del Río, una pequeña ciudad en el Golfo de México, pero a Stegall le cuesta disfrutarla. Ni siquiera cuando dobla en la esquina y se topa con un mar azul cambia su espíritu. Se moja la cara con agua salada y se frota los brazos. Esta sería una linda vacación, se dice, pero es una copia barata de la vida que llevó hasta hace unos pocos meses.

Stegal se crió a dos horas de aquí, en Cosamaloapán, una región plana, agrícola, de Veracruz, estado de la costa oriental de México. Sus padres tenían una mueblería que les permitía vivir bien, pero las historias de una prima que se radicó en Overland Park, Kansas, convencieron a Stegall de que tendría más oportunidades en Estados Unidos. Fue así que le pagó a un coyote 3.000 dólares para cruzar el río Bravo.

Fue pillada y devuelta a México, pero al día siguiente logró cruzar la frontera. Llegó a la zona de Kansas City y consiguió trabajo como ayudante de mozo. Se especializo en ese campo y fue progresando: mesera, bartender y finalmente administradora de restaurantes.

Se casó y dio a luz a Jennifer, pero el matrimonio no funcionó y se divorció. Luego se enamoró de Steve, para quien Jennifer es como su propia hija. Stegall habla bien inglés y tiene un buen salario. Junto con Steve compraron una casa y ella llegó a ser el alma de The Blue Line, un bar que administra con su marido. Durante los Juegos Olímpicos, se envolvió en una bandera roja, blanca y azul, y cuando se tocaba el himno estadounidense, se le erizaba la piel y le pedía a su esposo que se sacase el sombrero en un acto solemne.

Sus padres, mientras tanto, le contaban historias de secuestros y decapitaciones en Cosamaloapán. De la forma en que un cartel se apoderó de la ciudad y su familia tuvo que dejar su casa y su negocio, y radicarse en Boca del Río. Agradeció a Dios de que pudieron escapar. Pensó que ella jamás volvería.

En Kansas City, el temor a ser pillada sin papeles se fue disipando con los años. La retórica de Donald Trump en la campaña presidencial la preocupó un poco, pero el futuro presidente hablaba más que nada de perseguir a violadores, asesinos y pandilleros, no a gente como ella. Además, tenía una tarjeta del Seguro Social, que consiguió después de casarse, un permiso de trabajo y una licencia de conducir.

Estaba saliendo de su casa rumbo al gimnasio la mañana del 26 de febrero, cuando tres autos la bloquearon. Salieron unos agentes, abrieron la puerta de su vehículo y le dijeron que estaba detenida. Ella les pidió que revisasen sus papeles y pensó que se trataba de un error.

“Estoy casada con un ciudadano estadounidense”, les informó. “Tengo una hija que es ciudadana”.

Seis años atrás, la policía la había detenidos a pocas cuadras de su casa y la había acusado de manejar en estado de ebriedad. Ese arresto hizo que las autoridades se diesen cuenta de que estaba en el país ilegalmente. Pasó un mes en la cárcel y su caso fue a parar a los tribunales de inmigración.

Llora al recordar ese incidente, consciente de que no se encontraría en su situación actual de no haberse puesto al volante ese día. Dice que está pagando el precio de ese error y está convencida de que su deportación fue injusta.

Se pregunta por qué el gobierno la emprende contra gente como ella, que cometieron infracciones menores, y no en los “bad hombres” que condenó Trump. ¿Su hija y su esposo no se merecen mantener la familia intacta? ¿No cuentan para nada los años en que pagó impuestos, aprendió inglés e hizo una vida prístina?

“No expulsaron a las personas peligrosas”, se queja Stegall, quien tiene 41 años. “Los asesinos siguen allí. Los bandidos siguen allí. Los violadores siguen allí”.

El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (conocido por sus siglas en inglés, ICE) a menudo destaca las condenas que pesan sobre los inmigrantes sin papeles que son detenidos, pero hay más arrestados con condenas por delitos menores como manejar en estado de ebriedad (59.985 arrestos en el 2017) que detenciones de personas condenadas por homicidios, violaciones o secuestros (en total, 6.553 en el 2017). Y las detenciones de personas sin condenas aumentaron significativamente durante el gobierno de Trump.

Oficialmente, el proceso de deportación de Stegall comenzó bajo la presidencia de Barack Obama, un período caracterizado por una enorme cantidad de deportaciones. Pero en los dos últimos años de su gobierno hubo un cambio de tácticas y se instruyó al ICE que actuase con discreción y dejase en suspenso las deportaciones de personas con hijos estadounidenses o que viven en el país desde antes del 2010 y nunca se metieron en líos.

Los arrestos por manejar en estado de ebriedad eran vistos como “una prioridad intermedia”, según Randy Capps, experto en deportaciones del Instituto de Políticas Inmigratorias, y a las personas como Stegall generalmente se les permitía permanecer en el país durante la última etapa del gobierno de Obama. Debían presentarse periódicamente a oficinas del ICE, pagar unas comisiones para procesar sus casos y no meterse en problemas.

Un decreto presidencial de Trump cambió todo eso y determinó que todo inmigrante sin un status legal podía ser arrestado. Ni siguiera el matrimonio con un estadounidense, que parecía el camino más seguro hacia la regularización de un status inmigratorio ilegal, garantizaba ya nada.

Stegall no solicitó la “tarjeta verde” de residente después de casarse porque un abogado le dijo que no tenía nada de qué preocuparse al tener un esposo y una hija estadounidenses. Si pedía la residencia, le dijeron, probablemente debería regresar a México para esperar que se tramitase la solicitud.

Cuatro días después de ser arrestada en febrero, Stegall consiguió que se aplazase su deportación a la espera de una audiencia. Pero para entonces el ICE ya la había puesto encadenada en un vuelo rumbo a Brownsville, Texas, donde se le instruyó que cruzase la frontera a pie y regresase a México. Su familia, aliviada por haber conseguido una postergación de la deportación, ni sabía que se había ido.

“Ahora la norma es apresurar las cosas y sacar a la gente del país lo más rápidamente posible, sin importar lo que está sucediendo”, afirmó la actual abogada de Stegall, Rekha Sharma-Crawford.

En su casa en una calle arbolada de Kansas City, todas las paredes, las mesas y los estantes tienen fotos familiares, pero uno de los rostros sonrientes que aparecen en ellas está ausente. Como consecuencia de esa ausencia, las plantas se están marchitando y muriendo, la ropa sale de la lavadora descolorida. Las cenas, otrora un desfile de platos apetecibles que les encantaban a Steve y Jennifer, son hoy un asunto espartano. En las celebraciones familiares abundan las lágrimas.

“No está muerta”, dijo Jennifer al hablar de su madre. “Pero no está aquí”.

El esposo de Stegall se siente deprimido y le ha dado por aferrarse a un osito de peluche rosado cuando no está tratando de sacar adelante su negocio. Sus suegros demoraron su jubilación porque hacen falta en el bar para reemplazar a una mujer que consideran su hija.

Una adolescente que considera a su madre su mejor amiga se ha quedado sin su confidente.

El día del cumpleaños de Jennifer, poco después de la deportación de su madre, la muchacha comió su plato preferido, fetuccini Alfredo, en un local de Olive Garden y como regalo el perfume de Versace que tanto quería. Su madre le cantó el Feliz Cumpleaños por FaceTime, pero eso no bastó para aplacar su tristeza.

Se acercaba su graduación y quería tener a su madre a su lado para que la ayudase a comprar su vestido para la fiesta. A último minuto necesitaba que le hiciesen un dobladillo, y no estaba ella para salir al rescate.

Todos los momentos importantes en la vida de Jennifer --su último año en la secundaria, las Navidades, la graduación, la universidad-- se verán empañados en parte porque la persona que más quiere no estará allí para compartirlos.

“Dios mío”, escribió Jennifer al juez de inmigración que lleva el caso de su madre, “mi propio país es el que me ha causado tanto dolor”.

Antes de la deportación de Stegall, su abogado dijo que Jennifer sufría de depresión y ansiedad, causadas por la perspectiva de que su madre sea deportada. Steve cuenta que cuando le dijo a Jennifer que el ICE se había llevado a su madre fue el peor momento de su vida. La muchacha apoyó su cabeza en un hombre de su padrastro y los dos lloraron juntos.

“Somos los mejores amigos”, relata Stegall. “Cuanto te sacan a alguien de tu vida un día, deja un enorme vacío. Llegas a tu casa y no está allí. No la ves dando vueltas, no escuchas su sonrisa”.

En The Blue Line, cuyas paredes están cubiertas patines de hockey sobre hielo, el bartender luce una camiseta que dice “#BringLettyHome” (traigan de vuelta a Letty) y en un extremo hay una caja adornada con una bandera que dice “Cartas para Letty”.

“La vida no está completa sin ti”, dice una. “Un par de tacos y unos pocos tragos en la ‘happy hour’ no son lo mismo sin tu sonrisa”, señala otro. “No me conoces, pero me enfermé cuando supe lo que te pasó”, escribió otra persona.

Jennifer Rice, una mesera que ha asumido algunas de las tareas de supervisión de Stegall, dice que le cuesta comprender todo lo que representa su ausencia. Los clientes preguntan por ella todos los días. Sienten que les falta una amiga.

“De repente, se ha ido”, dice Rice. “No se puede describir lo que eso significa”.

No se puede contener y llama por teléfono a Stegall. “Te extraño tanto y cuando hablamos de ti, me enfado. Me entristezco”, le dice Rice y empieza a llorar. “Te quiero mucho”.

En México, Stegall se saca los anteojos y se seca unas lágrimas.

Muchos de los presentes en el bar esta noche, incluidos los padres de Steve, votaron por Trump. Les gustó su promesa de traer empleos de vuelta a Estados Unidos y la de tomar medidas para que el comercio con China sea más justo. Apoyaron asimismo la idea de que había que deportar a los inmigrantes sin permiso de residencia que cometieron delitos. Nunca pensaron que una de las deportadas sería Stegall, por más que estuviese en el país ilegalmente.

“Siempre me sentí orgullosa de ser estadounidense”, expresó Shirley Stegall, la madre de Steve. “Ahora me siento avergonzada”.

Jerry Rosetti, quien tomaba un whiskey cerca de la caja con cartas para Stegall, considera que no se la debió deportar y que lo que le pasó “fue injusto”. Pero al mismo tiempo estima que hay que hacer algo con la inmigración ilegal y apoya al presidente.

“Cambiaría de lugar con ella en un instante”, asegura. “No debería estar en México. Debería estar aquí en estos momentos”.

Esa dicotomía molesta a Steve. No concibe que alguien pueda expresar compasión por su esposa y apoyar a Trump.

“Está destruyendo las vidas de estadounidenses”, se quejó. “¿Cómo puedes hacer eso? ¿Cómo es posible que le haga esto a su propia gente?”.

El paso del tiempo cambia muchas cosas. Letty Stegall recuerda la primera época en Kansas City, cuando el frío parecía insoportable, los números en los termómetros y los precios algo totalmente ajeno, la comida feísima. Le costaba comunicarse y a cada rato le salían con que “Estás en Estados Unidos. Habla inglés”.

Ahora extraña los cambios de estación y lo que no termina de dominar son los grados en Celsius y los pesos. Añora la versión estadounidense de los platos mexicanos y esas almas estadounidenses de las cuales quiere verse rodeada. A veces le cuesta encontrar una palabra en español o termina diciendo algo en spanglish.

“Tía, estás en México”, le recuerda un sobrino.

Vuelve a la casa de Boca del Río, que comparte con otras ocho personas, después de dar unas vueltas por la tarde. Al anochecer, se ilumina la pantalla de su computadora. Y aparecen imágenes del bar, de sus amigos; pregunta por qué todavía no se sirvió a un cliente, nota cuando se enciende una luz que revela que hay una llamada y nadie atiende.

“Quisiera estar adentro de la computadora”, afirma.

Ver lo que fue su vida en la pantalla la distrae y le devuelve una parte de lo que se le sacó. Siente que nunca se fue y eso la ayuda a pasar el tiempo.

“Una hora es un mes, un mes es un año”, señala.

Se acerca la medianoche y ella está acurrucada en su cama en la pequeña habitación que le arrebató a su sobrino, con paredes de cemento y un gran espejo con fotos familiares. Está recostada, luciendo una camiseta negra de Coors Light y pantalones de pijama con diseño de leopardo, cuando aparece la imagen de su hija en FaceTime.

Hablan de la cena y se cuentan chismes sobre la boda de una conocida. La comunicación concluye como siempre, con una serie de oraciones y de “te quiero”.

Ella y Steve se envían mensajes de texto comentando lo que pueden ver juntos en Netflix, aunque con frecuencia deciden que están demasiado cansados para hacerlo. Hablan de las banalidades cotidianas, bromean diciendo que van a bajar de peso y él le cuenta acerca de su visita a un psiquiatra. Finalmente los dos posan sus labios en la pantalla y se despiden con un beso.

Ella le da una última mirada a las cámaras del bar, donde la gente ya empieza a irse. Cierra la pantalla y se duerma.

Sueña que está en su casa de Kansas City, con sus techos altos y la nevera de acero inoxidable cubierta de imanes. Sus perros, Blue y Bella, acaban de regresar del sitio donde los dejan durante el día. Blue tiene una molestia en una pata. Jennifer se irrita, porque le dijo a su madre que no los dejase allí. Su esposo discute con ella acerca de algo de lo que no se acordará al día siguiente.

Cuando despierta y recuerda el sueño, se siente feliz. Fue un buen sueño. Por un momento estuve de vuelta en su casa.

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