La trágica historia de la Casa Alameda de Saltillo; del amor a la muerte
Un antiguo panteón, una regalo de amor, un suicidio. Estas son algunas de las cosas vividas por la Casa Alameda, un lugar que funde lujos y abandono en las entrañas de Saltillo. ¿Cómo la esencia de un hogar brinca del amor a la tragedia?
El fantasma del amor
A finales del siglo XIX, Francisco Ernesto Salas López revistió el amor por su esposa Margarita Loyens con muros enladrillados y rojizos. Le dio cuerpo a ese indomable sentimiento, lo convirtió en un chalet de arquitectura francesa en la esquina de Guillermo Purcell y Ramos Arizpe. Dejó su corazón en el corazón de Saltillo, como un cofre dentro de un cofre, como un espectro que se queda ahí, en silencio, a pesar de todo.
Así, con sus casi 10 metros de altura, la fachada del edificio 121 quedó a la vista de todos en uno de los paseos más tradicionales de la ciudad: la Alameda Zaragoza. Con los años vendrían nombres como la Casa del Lago; Casa Grande; la Casa del Gobernador; Casa Roja y más recientemente Casa Alameda.
Pero cien años antes de todo esto, incluso previo a que la casona existiera, como mandan las leyendas urbanas, en este terreno estaba el Cementerio del Pueblo.
Este panteón temporal buscó dar solución a la demanda de entierros por las epidemias de la época, como la del cólera entre 1833 y 1845. Las dimensiones y número de osamentas huyen de los documentos oficiales.
En fin, cuando el ingeniero saltillense Salas López terminó de construir la residencia que dedicó a su esposa de origen bélga (de unos 30 años más o menos), marcó sus iniciales en algunas ventanas: F.E.S.L. Con esto dejaría una marca que, sin embargo, no sobreviviría hasta el día de hoy.
El fantasma de la muerte
Con el cambio de siglo y las consecuencias de la revolución mexicana, la casa que se levantó como símbolo de amor cambió de dueños y cambió de esencia. En 1945 la familia Cepeda Flores se convirtió en la propietaria legal. Ese mismo año, Ignacio Cepeda Dávila, el patriarca, se convirtió en gobernador de Coahuila.
Las promesas de amor eterno quedaron atrás para enmarcarse ahora el protocolo, la solemnidad, la etiqueta. Prueba de ello fueron las visitas de Manuel Ávila Camacho y Lázaro Cárdenas, ambos ex presidentes de México. El momento fue captado en una fotografía donde se muestra a quien dirigió el país durante la Segunda Guerra Mundial saludando a los hijos del coahuilense. En el borde derecho de la imagen aparece de perfil el Tata con su bigote inconfundible.
Pero este goce duraría poco. En varios momentos (como ahora), la relación entre la política estatal y federal se ha visto trastocada por conflictos que superan las formas de la burocracia.
Se cuenta que durante su mandato, Cepeda Dávila tuvo fuertes desacuerdos con el nuevo presidente Miguel Alemán Valdés. Las consecuencias se dieron como en cualquier relato de la antigua Grecia.
El gobernador se disparó en la cabeza. La noticia de su suicidio el 22 de junio de 1947 estalló sin control y viajó por telégrafo hasta la capital de la república. Los motivos, sin embargo, nunca se aclararon: ¿Qué lo orilló?, ¿quiénes estuvieron involucrados?, ¿cómo lo recuerda su familia?
Después de eso, los Cepeda Flores se mudaron y pusieron la casa en renta.
El fantasma del fuego
Los años recientes, su propia figura elegante, y la dinámica multidisciplinaria de esta ciudad norteña le dieron una nueva identidad. Que si la Escuela Superior de Música de la UAdeC; que si oficinas judiciales; que si instituciones educativas; que si asociaciones civiles.
Después vino el fuego. Más como sermón. Más como sentencia que como purificación. El 18 de julio de 2019, a las 00:30 horas, una sobrecarga eléctrica lanzó la primera chispa. Los acabados y pisos de madera murieron. Las ventanas tronaron. Los techos colapsaron. Cenizas. Titulares de noticias. Tuits en la madrugada. Estrobos de patrullas. Sirenas de bomberos. El agua que todo lo limpia. Polvo al polvo.
Las heridas de ese cuerpo de baldosa de ladrillos no quedaron a la deriva. “Se me arruga el corazón al ver la casa así”, dice Francisco Cepeda Flores, uno de los propietarios del terreno. Su voz, como de abuelo comprensivo, refleja el dolor. De ahí que, a pesar de todo (incluso de la muerte de su padre), quieran restaurarla, aunque falte hoy el dinero que lo haga posible.
Mientras tanto la casa roja, su esqueleto, el cascarón chamuscado, la casa de los fantasmas, sigue en pie. La resguarda apenas un candado.
Con información de Francisco Javier Cepeda Flores, Archivo de la familia Cepeda Flores, Carlos Recio, INAH, Archivo Municipal de Saltillo.
COMENTARIOS