Las ciudades destruyen las costumbres
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Bien decía el maestro José Alfredo Jiménez, que “las ciudades destruyen las costumbres”.
Y me refiero, para no desentonar con la Navidad, a la celebración de las posadas.
Ya no son esas fiestas de pueblo ni de barrio en que la gente, los niños, caminaban en procesión, con los santos peregrinos en andas, llevando farolitos encendidos y cantando las letanías.
Ya no son las colaciones ni las estrellas multicolores con duro corazón de barro.
Ni la convivencia, ni la chorcha, entre vecinos.
Todo eso se acabó.
“Las ciudades destruyen las costumbres”.
Hace algunos diciembres me asignaron hacer una crómica para el Semanario sobre una posada tradicional.
Me pasé días y días caminando las calles de Saltillo, preguntando aquí y allá, buscando alguien que quisiera invitarnos a su posada.
Pero nada.
Descubrí, que como las leyendas y otras joyas de la mexicanidad, las posadas se han extinguido.
Me dio tristeza, impotencia. No sabe.
Sólo encontré que en la Guayulera, en un caserío pegado al cerro, un grupo de familias luchaba por inyectar sangre nueva a este expresión religiosa-popular.
Auténtica posada era aquella que congregaba a la gente del barrio, de la manzana, de la cuadra.
Y ahí estaba yo, yendo con los peregrinos, noche cerrada, por las calles de la colonia.
Era una muchedumbre de niños y de mujeres, santas mujeres, que iban rezando y cantando villancicos.
Al final nos aguardaba en una humilde casa, la tamalada y las jarras de champurrado caliente.
No todo está perdido, pensé y me alegré.
“Son otros tiempos”, dice la gente moderna, cuando habla de las posadas actuales, de las posadas del siglo 21.
Posadas donde reinan los excesos, el baile, la borrachera, las comilonas.
Un deleite para el cuerpo, sin duda.
Pero es que son otros tiempos, es que ya no es lo mismo.
¿Será?