Relatos y retratos de Saltillo: Los Montepíos parte II
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A menudo se critica a los dueños de las casas de empeño por aprovecharse de los necesitados, por imponer altas tasas de interés y demás recursos para hacerse de más ganancias
Las casas de empeño surgieron en la antigua China hace más de 3 mil años, destinadas principalmente a otorgar préstamos a campesinos. De igual manera en la antigua Grecia y Roma, tanto gente común como comerciantes recurrían a pedir préstamos a cambio de objetos. En la Europa medieval, la Iglesia Católica se opuso a los altos intereses que tenían las casas de préstamos, detuvo por un tiempo el crecimiento, pero solo por corto tiempo. Las reglas en cuanto a los préstamos se relajaron en los siglos XIV y XV, a medida que el crédito a corto plazo se convirtió en una forma rápida de financiar el comercio.
En el viejo continente familias poderosas como los Lombardos de Inglaterra y los Médici de Italia afianzaron sus fortunas mediante los préstamos que otorgaban. El rey Eduardo III de Inglaterra empeñó sus joyas con los lombardos en 1388 para financiar la guerra contra Francia y se cuenta también que la reina Isabel de España empeñó un lote de joyas como garantía para financiar las expediciones de Cristóbal Colón.
A menudo se critica a los dueños de las casas de empeño por aprovecharse de los necesitados, por imponer altas tasas de interés y demás recursos para hacerse de más ganancias.
Don José García cronista de nuestra ciudad, escribió un relato llamado El Colmo del Empeño, donde retrata a un prestamista, su negocio y una simpática anécdota ocurrida en nuestra ciudad durante el siglo 19 que reproduzco.
“El montepío tenía una sola puerta para la calle, y como era angosta y altas las paredes de la iglesia frontera, estaba tan escaso de luz, que los que venían de afuera necesitaban minutos para acostumbrarse a la penumbra.
Entonces veían multitud de objetos disímbolos, en extravagante mezcla, colgados de la pared o acomodados en los anaqueles. Catalejos, planchas, pistolas, relojes, floreros, lámparas, serruchos, imágenes; paquetes rojos, blancos, polícromos -acaso frazadas y sarapes-; otros negros —tal vez tápalos, rebozos o trajes masculinos—; sombreros, rifles, bandas de cuero, sillas de montar...
“Y sacando apenas la cabeza sobre la línea del mostrador, el dueño del montepío, don Gamaliel, con su rostro pálido, afilado, ascético, coronado de cabellos blancos, donde se abrían, mirando inexpresivamente, los ojos oscuros y hundidos. Su torso, a causa de un defecto anatómico, formaba un ángulo recto con las piernas, y tenía el pobre señor que sentarse sobre la espalda para leer o ver de frente a las personas con quienes hablaba.
“Apoyado en su bastón y con la lentitud a que le obligaban su deformidad y sus años, llegó don Gamaliel una mañana al montepío, como era su costumbre; encargó algunas comisiones al dependiente que salió a cumplirlas; se descubrió, poniendo el sombrero junto a sí, sobre el mostrador, y pendiente del despacho, se sentó a leer “El Año Cristiano”. Entró un sujeto en el montepío. Don Gamaliel, interrumpiendo su lectura, se dispuso a atenderlo.
- ¿Cuánto puede prestarme por él? -preguntó el recién llegado, alargándole un sombrero. Don Gamaliel se acercó la prenda a los ojos y la revisó parsimoniosamente, volviéndola por todos lados. -Está muy viejo, y además, muy mugroso -dijo con su vocecita lenta y apagada.
Siquiera cuatro reales.
-No ... Ya no sirve.
- ¿Cuánto es lo más que puede prestarme?
-Real y medio.
-Está bien.
Hizo don Gamaliel en el registro la anotación; extendió el recibo con su letra trémula y juntamente con el real y medio, lo entregó al interesado; prendió con un alfiler a la prenda la etiqueta numerada; valiéndose del tacto, localizó en los anaqueles un clavo, la colgó, y tornó a la lectura de “El Año Cristiano”.
Cuando al mediodía regresó el dependiente, y don Gamaliel se dispuso a marcharse, no recordaba dónde había dejado su sombrero. Se emprendió inútilmente una minuciosa búsqueda por todos los recovecos del montepío, y ya se desesperaba de encontrarlo, cuando el dependiente, con el alborozo del hallazgo: - ¡Mírelo! -exclamó-. ¡Allí está colgado de un clavo, y con papeleta de empeño!
Don Gamaliel se quedó perplejo, fluctuando entre la pena y el asombro... Sorprendido por aquel pícaro, había prestado real y medio sobre su propio sombrero.” JGR.