Traición y Muerte en Saltillo o el extraño fusilamiento de Jesús Cadena
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Quizá usted recuerde el célebre Hotel Zamora, situado en la calle de Ramos Arizpe, antes de la esquina con Manuel Acuña. En su fachada colgaba un anuncio de la época setentas, hecho de acrílico, con fondo amarillo y letras negras. El Hotel Zamora fue de los últimos testigos de la gloria pasada de la familia Zamora, una de las dinastías más poderosas e influyentes que la ciudad haya conocido. Su historia es una mezcla de fascinación, misterio y filantropía.
Durante mediados del siglo 19, hasta las tres primeras del pasado siglo, la familia Zamora fue sinónimo de éxito y prestigio. Sin embargo, como suele suceder en estos relatos de gloria y caída, la fortuna de los Zamora terminó por desvanecerse.
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A mediados de la década de 1870, la familia Zamora, originaria de la villa de Múzquiz, Coahuila, llegó a la ciudad para asentarse de manera definitiva. El patriarca, don Juan José Zamora, un hombre visionario y trabajador, junto a su esposa, María Dolores Sepúlveda, y sus nueve hijos, José de Jesús, María de Jesús, José David, José Donaciano, Juan José, José Ponciano, María Manuela, María del Socorro y José Manuel, se establecieron en una amplia residencia que con el tiempo sería testigo del esplendor y decadencia de la familia.
Don Juan José se destacó como un exitoso comerciante, amasando una considerable fortuna que incluía fincas, huertas, propiedades diversas y dinero en efectivo. Con el paso de los años, la fortuna fue repartida entre los miembros de la familia. Ninguna de las hijas se casó, las señoritas permanecieron juntas en la misma casa familiar, situada en la segunda cuadra de la calle Zaragoza, entre Aldama y lo que hoy es Manuel Pérez Treviño.
Uno de los hijos, José David Zamora, aprovechó su herencia y con gran éxito se convirtió en uno de los principales libreros de Saltillo. No satisfecho con ello, fundó una de las primeras fábricas de ladrillos en la región, consolidando así el legado de los Zamora en la vida económica de la ciudad.
María del Socorro murió en 1906, las hermanas menores, María de Jesús y Manuelita, heredaron la mayor parte de la fortuna. Estas dos mujeres, vivían apartadas del bullicio de la ciudad y con apenas unos pocos allegados, entre ellos su sobrino Jesús, quien las visitaba con cierta frecuencia. A pesar de su inmensa fortuna, las hermanas vivían en aislamiento social, solo asistían a la misa de los viernes en la Capilla de Santo Cristo. A pesar de su opulencia, las hermanas Zamora nunca participaron en la vida social de la ciudad. Jamás asistieron a un evento teatral, ni a reuniones sociales.
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La imagen de las hermanas Zamora era inconfundible: vestían faldas con grandes olanes, mantones de seda que cubrían cabeza y hombros. En sus dedos, relucían anillos de oro, y de su pecho fulguraban prendedores de perlas y zafiros. Por su apariencia, se ganaron el apodo popular de “Las Mulitas de mi Amo”, debido a la gran carga de joyas.
Uno de los episodios más intrigantes de las hermanas ,ocurrió cuando las autoridades irrumpieron en su hogar con la sospecha de que escondían un arsenal. Se decía que la casa albergaba armas listas para ser usadas en una rebelión, pero cuando la policía registró la vivienda, solo encontraron viejos rifles de la época de la Independencia, lo que generó especulaciones sobre la verdadera razón del cateo. Algunos afirmaban que las autoridades en realidad buscaban su cuantiosa fortuna en oro.
Años después de la redada que buscaba armas, el destino de las hermanas Zamora dio un giro trágico. Una fría noche de invierno de 1918, la tranquilidad de Saltillo se interrumpió por un crimen que estremeció a toda la ciudad. Un intruso logró entrar a la casa con la intención de robarlas, y en medio de la oscuridad perpetró un brutal homicidio. Manuelita Zamora fue asesinada de manera despiadada, mientras que su hermana María de Jesús sobrevivió al ataque de estrangulamiento. Incluso la joven que ayudaba en la casa fue víctima del ataque, siendo golpeada y atada a una estufa encendida.
La violencia del crimen dejó perpleja a la policía, que no conseguía identificar al asesino. El motivo del ataque parecía ser el robo, las primeras investigaciones no arrojaron pistas claras. El asesinato de Manuelita fue el tema principal de conversación en cantinas y cafés. Las especulaciones abundaban, pero ninguna hipótesis ofrecía una solución.
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Mientras tanto, en esos días la ciudad celebraba una de sus últimas ferias. Bajo las improvisadas carpas, la ruleta giraba mientras los grandes apostadores arriesgaban su dinero. En otro rincón, la gente humilde se divertía con “la chuza”, una rudimentaria ruleta gigante. Fue en ese ambiente festivo donde la policía notó algo inusual: un joven apostaba con monedas de oro reluciente. La sospecha de la policía se hizo evidente. ¿De dónde venían esas monedas?
Los oficiales detuvieron al joven y lo llevaron a la comandancia para conocer el origen de las monedas. Bajo la presión de un exhaustivo interrogatorio, el joven terminó por confesar que él había cometido el crimen en la casa de las Zamora y había tratado ahorcar sin éxito a María de Jesús. Su nombre era Jesús Cadena Sepúlveda, el sobrino de las dos hermanas.
Con la confesión obtenida y las declaraciones de las víctimas, las autoridades no tardaron en procesar a Jesús Cadena. El juicio fue rápido, y la sentencia, implacable: condena a muerte. La brutalidad del crimen y el robo no dejaban lugar a otra decisión.
Así llegó el día de la ejecución. El 8 de marzo de 1918, el sol de la tarde, ya en declive, cubría la ciudad, cuando Jesús fue sacado de la Penitenciaría. El rostro de Jesús era sereno, mostraba una calma inquietante mientras avanzaba por las calles de Saltillo. Escoltado por soldados el cortejo marchaba bajo el retumbante sonido del tambor, cruzó la calle de Castelar, doblando por General Cepeda y luego por Juárez, hasta llegar a la calle Victoria, su destino final era el panteón de Santiago, donde el pelotón aguardaba.
En la década de 1950, el escritor e historiador Óscar Flores Tapia capturó este episodio conmovedor y sombrío en su libro “Herodes”. El relato inmortaliza la sentencia a muerte de Jesús “Cadenas”, con s, así lo escribió. Hace tiempo, la historiadora Esperanza Dávila rescató esta historia, subrayando su impacto y significado para la historia de la región.
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Los hechos tuvieron lugar en el Panteón de Santiago, a los pies del Cerro del Pueblo, un lugar cargado de historia y tradición. Flores Tapia, que creció en ese entorno, fue testigo del momento que quedaría grabado para siempre en su memoria. A los cinco o seis años, presenció la marcha final de Jesús “Cadenas”, “Un hombre alto y bien parecido, quien caminaba con paso firme hacia su inevitable destino: la ejecución. Vestido con elegancia y fumando un puro, su actitud desmentía la gravedad de la situación”. Así los describió Flores Tapia, “más parecía ir a una feria que al panteón”.
“El recorrido de Jesús se detuvo brevemente en la tienda de don Emilio Hilario, en la esquina de lo que hoy es la calle Emilio Carranza y la Calzada de los Héroes, hoy Calzada Madero. Allí, con una tranquilidad casi surreal, compró una jarra de pulque y una pieza de pan. De manera tranquila bebió el pulque y devoró el pan”.
El trayecto de Jesús lo llevó hasta la barda que da al oriente del panteón de Santiago. Los soldados formaron un cuadro, y Jesús fue colocado junto al muro, mientras que, a pocos metros, los fusileros preparaban sus rifles. Antes de que el oficial al mando diera la orden, Jesús pidió como último deseo despedirse de algunos amigos presentes. Luego, el silencio fue roto por el grito autoritario del oficial: “¡Preeeeeparen! ¡Aaaapunten! ¡Fuego!”
Lo que sucedió después fue desconcertante. De los cinco disparos, ninguno hizo impacto en el pecho de Jesús. Solo algunos rozones y heridas menores. El público observaba con incredulidad, algunos de sus amigos intentaron protegerlo, y se desató una discusión: ¿era esto una señal divina? ¿Acaso el destino le concedía una segunda oportunidad?
La confusión no duró mucho. Uno de los oficiales volvió a colocar a Jesús frente al paredón. El público fue retirado, y el pelotón se preparó de nuevo. Esta vez, las cinco balas dieron en el blanco, y el cuerpo de Jesús Cadena cayó sin vida. Siguiendo el protocolo, un oficial se acercó y disparó el tiro de gracia en la sien. Luego, el cadáver fue colocado en una caja de madera de pino negro. Finalmente el joven Óscar se acercó al féretro y, al mirarlo, tuvo la impresión de que Jesús aún respiraba.
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Así, llegó el fin de la turbulenta existencia de Jesús Cadena, de 27 años, originario de Múzquiz, Coahuila, un joven cuya implacable adicción al juego lo arrastró hacia la muerte. María de Jesús, la última integrante de la familia Zamora, falleció en 1934 a los 94 años. Antes de morir, fundó la Caja de Pensiones María de Jesús Zamora, ordenó que su fortuna se distribuyera en pensiones mensuales para beneficiar a más de 100 personas. Esta organización presumiblemente funcionó hasta la década de 1960, cuando los fondos se agotaron. saltillo1900@gmail.com