Y a todo esto, ¿cómo se llamaban antes las calles y callejones de Saltillo?

Árboles, costumbres, oficios y hasta olores dieron nombre a las calles de una ciudad que se leía como un cuento

Coahuila
/ 17 mayo 2025
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Caía la tarde, en algún día tibio del verano de 1885, cuando se encontraron, como solían hacerlo, don Martín de la Cruz y don Aniceto Valverde. Solo que esta vez decidieron cambiar su habitual lugar de reunión.

La vieja fonda, situada en una de las accesorias de la plaza de toros Tlaxcala, había quedado atrás. Valverde propuso verse en la Plaza de Armas: el gobernador provisional, Julio Cervantes, acababa de inaugurar un sistema de alumbrado eléctrico, nuevas bancas y una hermosa fuente al centro de la plaza de Saltillo.

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$!Los nombre de las calles nos revelan realidades de otros tiempos.

Las edades de los viejos amigos iban conforme al siglo. Se conocían desde pequeños. Don Martín se desempeñaba como comerciante de hortalizas que él mismo cultivaba en su huerta, situada al sur de la ciudad, allá en el antiguo barrio de los Tecos. Valverde, por su parte, tenía una modesta tienda de abarrotes, también por ese rumbo. La leña y el cebo eran sus productos más vendidos.

Los unía una amistad llena de recuerdos y también sus innegables raíces tlaxcaltecas, que difícilmente podían ocultar en sus rostros morenos. Otro vínculo, aunque más tenue, era el náhuatl, que el tiempo se había encargado de borrar poco a poco. A menudo les brotaban palabras por no encontrar el equivalente en castellano.

Don Martín venía de una larga siesta, antecedida de una jarra de pulque. Valverde, mientras tanto, había terminado su jornada un poco antes para acudir al encuentro con su viejo amigo. Después del riguroso cualli tonalli (buenas tardes), se sentaron en una de las bancas nuevas de la plaza, frente a los Portales de la Independencia. Bajo uno de los arcos, la mirada de Valverde se posó en la Farmacia San Luis, del señor Juan Carothers, como queriendo reconocer a alguien. Luego apartó la vista. La banca estaba convenientemente situada bajo la sombra de un generoso fresno.

$!El paseo Padre Flores está en el centro histórico de Saltillo.

Allí, entre el murmullo de la fuente de los niños y el ir y venir de los transeúntes, comentaban las novedades de los últimos días y dirigían, sin querer, una mirada discreta a las muchachas que paseaban por los andadores. Algunos paseantes los miraban con cierta extrañeza, como diciendo: “Esos no son de por aquí”.

Por lo regular, los temas eran los mismos, pero siempre había algo nuevo que contar. Dieron un breve repaso a sus años mozos y al conflicto por las tierras que arrebataron a los tlaxcaltecas desde la disolución del pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala. Ambos coincidieron en que las cosas ya no eran como antes.

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Después de un rato, los temas de conversación empezaron a escasear. Se miraron las caras y ambos suspiraron. Entonces, casi sin proponérselo, don Martín sacó el tema de los antiguos nombres de las calles y callejones. Aquellos nombres que, tras la instauración de la República, habían sido sustituidos por los de protagonistas de la Guerra de Reforma y de la Independencia.

Así, como en un juego de recuerdos, fueron evocando rincones, apodos, historias, personajes que el tiempo ya empezaba a querer borrar.

Cuando el sol se ocultó tras el cerro de Tlaxcala, don Aniceto miró el reloj de la Capilla del Santo Cristo. Seguía descompuesto, como desde hacía semanas. Enseguida preguntó la hora a un caballero que pasaba frente a ellos.

—Son las siete con veinticinco —respondió el hombre con cortesía.

Se levantaron despacio de aquella banca, que ya marcaba signos de incomodidad en sus traseros. Estiraron las piernas y se despidieron con la fórmula de siempre:

—Asta mostla, si Dios quema (hasta mañana, si Dios quiere).

Luego, sin prisa, cada uno tomó su rumbo por aquella calle antigua que, en otros tiempos, llevó el nombre de Del Curato. De aquella conversación recogemos algunos nombres que formaron parte de una traza y de un Saltillo que ya solo existe en el recuerdo.

LOS VIEJOS NOMBRES

En tiempos antiguos, los nombres de las calles no salían de una oficina ni de un decreto oficial, sino de la voz de la gente, del árbol que daba sombra, del chivo que no dejaba dormir o del oso que bajaba de Zapalinamé en busca de comida.

$!La plaza San Francisco es un referente de la ciudad.

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Antes que las nomenclaturas, las placas esmaltadas y los números de mármol, las calles se leían como se lee un cuento: por episodios de flores, santos, animales, vecinos, oficios y costumbres.

Muchos de esos nombres han cambiado, otros se ocultan tras capas del tiempo, y unos pocos aún resisten con testaruda dignidad. Hagamos, pues, un recorrido gracias a la buena memoria de los viejos tlaxcaltecas: De la Cruz y Valverde.

Antes de la llegada de los colonizadores, el valle de Saltillo era un oasis, un verdadero vergel, con muchos ojos de agua. Alrededor de estos manantiales crecía una tupida vegetación que dejó boquiabiertos a los recién llegados.

Desde Zacatecas hasta Saltillo, el trayecto era largo. Uno de los pocos sitios para repostar agua era el pozo del rancho La Gruñidora, donde el líquido era tan malo que ni a los animales se les ofrecía.

Ya en la villa, algunas calles comenzaron a nombrarse por los árboles que las caracterizaban: calle del Sabino, del Mezquite, del Huizache, de la Palma. También existieron el Callejón de los Tejocotes, de los Olivares, de los Sauces, de las Flores... y hasta una calle llamada Maravillas. El Álamo Gordo no requiere explicación.

CALLEJONES CON PEZUÑAS Y PLUMAJE

El reino animal también dejó huella en la toponimia: el Callejón del Tlacuache, del Perico, del Oso. El Callejón del Toro reflejaba la afición taurina de la época. También figuraban el de los Perros y el del Chivo, quizá por el olor... o porque no dejaba dormir a nadie.

Allí estaban la calle de Zapaterías, el Callejón de Zapateros, la calle del Comercio, la de las Procesiones. Otras con nombres más rudos: la calle de la Matanza. También figuraban Agua Chiquita, el Callejón de la Noria y el de la Atarjea: nombres que hablaban del agua como recurso vital.

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Muchas calles tomaban su nombre de lo que eran o parecían: Del Relox, Callejón Largo, Las Ventanas Verdes, del Andrajo, del Humo, del Rebaje. Otras recordaban la geografía escarpada del Saltillo antiguo: Las Barrancas, El Cerrito.

Algunas vías llevaban nombres de habitantes locales: La Delgadina, el Callejón de don Teodoro Carrillo, de Briones, de Trejo. Otros más sonaban a apodo: Tío Campanero, Tío Juan Tomás, Muarrás o Julio. También aparecían nombres discretos como Juan Landín.

Las calles con nombres de santos y devociones abundaban: de la Purísima, San Francisco, San Esteban, Santa Anta, San Luisito, Dolores, Belén, Compañía de Jesús, el Callejón del Obispo, el del Oratorio, el del Curato. Era casi un viacrucis urbano.

$!Aquí una imagen de lo que era la hoy calle Urdiñola.

NOMBRE QUE LEVANTAN LA CEJA

Algunos nombres causaban curiosidad: calle del Moro, Callejón del Truco, La Traviesa, de los Terremotos, Los Americanos, La Honradez... ¿de quién?

En el lado poniente de la ciudad estaban las calles con nombres en náhuatl: Tacuba, Coyoacán, Xóchitl, Tizoc, Xicoténcatl... Hoy nos parecen ajenos, pero siguen vivos y cotidianos.

A veces la memoria camina más lento que el progreso. Pero allí sigue, agazapada entre callejones y esquinas. Si cerramos los ojos, aún podemos imaginar al burro con leña en la calle de las Cocinas, o el tintineo de una campana en el Callejón del Tío Campanero. Esas calles ya no se llaman como antes. Porque, a veces, las mejores historias no están en los libros, sino en las paredes de adobe deslavadas por el tiempo.

Después de todo, como dicen por ahí, todo tiempo pasado fue... anterior.

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