El día que desaparecieron los gatos
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Carolina Rocha Menocal
EL UNIVERSAL
¡Por sus pulgas los conocerás! Y ya entrada en el tema de conocer a fondo, pues por su sarna, sus antirábicos, sus vacunas y sus políticas de esterilización.
Sí querido lector. Así como el Nobel de economía, Milton Friedman, confesó alguna vez que gustaba de visitar los mercados de cada país para conocerlos mejor (¡ojo! mercado mercado: al aire libre, vibrante, con olor a pescado y pesacado, y no eso de andarse como la autoproclamada "señora de la casa" en los estantes de un PAN que ella simple y sencillamente por delgadez jamás degustará); pues la que escribe quisiera ahondar y profundizar en el concepto para llevarlo una pata pa'lante.
Su Adelita, en plena intercampaña y veda electoral, asevera que por sus perros los juzgarás.
Sí, sí. Y no se equivoque aquilatado fabuler@. No insinúo que fisgonee usted si el canito kikin peñín asiste al `wua-wuash' cada mañana para que le acomoden el flequillo, o si el amoroso López es de colmillo afilado, menudito pero correoso, o si chepinis juniar porta collar de perlas y descansa en sábanas de seda con hilos de oro. No. El tema es en realidad de trascendencia nacional y no sexenal.
El razonamiento es así:
Si uno detecta la pobreza y el tercer-mundismo (aunque el término esté en desuso) de la India, México y el Congo, por igual, con tan solo observar los toldos multicolores de puestos hechizos que se extienden más allá del horizonte entre moscas, montañas de basura y multitudes apretujadas que sudan para estirar los pesos en el `tianguis', uno también puede saber del estado de una nación por sus perros de la calle.
De hecho, por sus perros, sus no perros, la ausencia de ellos y hasta por sus gatos. Su Adelita, paradójicamente, comprendió el concepto en un país sin perros, `sin pobreza', pero con mucha hambre y muy pocos gatos.
Era la Habana de los noventas, cuando Eusebio Leal, aún no gestaba el milagro de renovar el centro histórico de la Isla, cuando los hoteleros españoles muy tímidamente invertían en Cuba y cuando las hormonas de la que escribe la sometían a la más despiadada, insufrible e infernal pubertad que un humano pudiese jamás encarar.
A regañadientes y completamente a la fuerza viajé con mi madre, `la fiera' como es conocida en este espacio, pero en esas épocas la `viejaesa' por mi enojo puberto-existencial, a su tierra natal. Su higadito, sí la que viste y calza, arribó a La Habana con muy pocas ganas y a la primer sentada la cosa empeoró.
Nos hospedamos en el hotel Riviera con vista al malecón, restorán exclusivo para turistas -ajá, cubanos no welcome- y una regadera de los años veinte que obligaba al usuario a poner una pierna fuera de la bañera para alcanzar el diminuto filo de agua que se resistía a caer dentro de la tina. En el restorán ocurrió la `primer sentada': un mesero, una carta y 20 platillos.
_Me trae el puerco con platanito macho, solicité.
_Se agotó chica. Respondió sonriente un joven mulato que aunque delgado parecía candidato a telenovela raitinera.
_Mmmhhh, pues entonces el arroz con pollo.
_No.
_¿El picadillo?... (silencio) ¿el pescado frito?... (silencio)
_¡Pues en vez de hacer no con la cabeza, asere, ¿qué sí hay?! grité desde mi muy consumista punto de vista.
Y la respuesta fue breve: salchichas.
¡¡Guacala!! Pero, confieso: al cuarto día tragué.
Por las noches La Habana dormía callada. Mientras que en el día las calles rebosaban con el griterío de hombres y mujeres haciendo la mentada `cola', con la libreta en mano, para recibir la porción de alimentos de la semana; la noche se perdía en un silencio que aturdía, sospechoso, irreal, de sepulcro.
Tiempo después de aquel viaje tropical leí una crónica del gran Joaquim Ibarz -q.e.d-: En cuba, la crisis de los noventa y la falta de apoyo ruso, derivó en la extinción de los gatos. ¡se los comían! ¡zas! ¿Mito o realidad? Saben solo ellos que ocurrió en el afamado `periodo especial' pero es un cuento muy cubano, conocido por todo aquel que se precie de serlo.
Años después, menos puberta y sin enojo existencial, su Adelita viajó a Sudáfrica. Busqué y hasta que no entré a Diepkloof no paré. La zona era conocida como el Tepito de Johannesburgo. Ahí se atrincheraban delincuencia, informalidad y marginalidad en el mismo lugar y yo lo tenía que reportear. Recorrí de cabo a rabo esa tierra de nadie y sólo ahí, no miento, ví un perro callejero durante toda mi estancia en ese país.
Desde que el canito me atisbó se pegó a mí como si su vida pendiera de la cercanía a esa extranjera que no sólo era la única blanca del lugar, sino la única con perro al lado. Hoy, meses después, imagino que si en Cuba desaparecieron los gatos, pues en Sudáfrica el hambre acabó a los perros, porque ni antirábicos tenían.
En México, los perros de la calle dominan colonias, parques, aceras y por desgracia pueblan oficinas de control canino que hacen de la violencia animal su forma de actuar. Cuánto me gustaría que como en Londres o en el siempre bello París cada can llevara un chip. Aún así, me reconforta una idea: nos sobran los perros, las pulgas y las heces caninas, sí. Es cierto, estamos mal. Maldito tercer mundo. Pero si nos faltaran. ¡Agárrense! porque ahí, sí que se fregó Roma. y de perro yo no me como un taco.
EL UNIVERSAL