¿Sepultar el lenguaje? 50 palabras de Saltillo que ya no se usan, pero no han muerto del todo
Las palabras son cosas raras. Pero, ¿están vivas?, ¿mueren?, ¿hay funerales para los vocablos? Quién sabe, pero esta recopilación escarba en la identidad de Saltillo para recordar algunas expresiones que hoy ya no se usan
El lenguaje es un objeto que cargamos como un cuchillo en un cuarto oscuro: sabemos que ahí está aunque no podamos verlo; se siente como extensión del yo y a la vez ajeno; tal vez nos protege; quizá hiere a otros; sin darnos cuenta puede volverse en nuestra contra hasta escarbar en la carne y cantar con la voz de la lumbre.
Dicha postura es ciertamente un atrevimiento. Seguramente un equívoco. Pero aquí estamos para pensar sobre el lenguaje, conversar al respecto y con fortuna disentir.
Tales arrebatos vienen de que esta semana estuve revisando mi lista de palabras favoritas. Desde hace unos cinco años más o menos, aprovecho los vertiginosos días de noviembre-diciembre para actualizarla. Hay una que todavía no decido si dejar o quitar. Se trata de “arrequintar”.
Por allá de 2016, mi padre me dijo que su juventud (en sus años lozanos anduvo por Zacatecas, San Luis, Guadalajara, Monterrey y Saltillo, además de efímeros etcéteras) esa expresión la usaban para decir que uno podía combatir el calor. De tal manera, alguna bebida fría, un ventilador, una ventisca fresca, arrequintaba el calor. Me pareció tan seductora y luminosa que de inmediato la usé en un cuento.
Así empecé a buscar información sobre palabras que antes se usaban en Saltillo y nació la idea de esta publicación. Encontré un artículo del doctor Carlos Recio Dávila, titulado “La palabra se vuelve relingo”. Fue publicado en la edición septiembre-diciembre de 2022 de La Gazeta del Saltillo.
Se trata de una recopilación de más de 50 expresiones que fueron utilizados hace décadas en esta ciudad y la región.
Para no extender esto de manera innecesaria, les comparto dicho hallazgo. ¿Cuántos palabras habías escuchado?, ¿las conoces con otros significado?, ¿tienes otros ejemplos que no aparezcan en la lista? Yo, por mi parte, veré si algún término de aquí llega a la lista de palabras favoritas de este año.
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Accidentito. m. Gripe o resfrío.
Achantado. adj. Quedarse callada una persona con algo que le han dicho, aguantar el insulto.
Acoyotado. adj. Se refiere a quien padece de indigestión.
Ajumarse. prnl. (Rur). Enojarse.
Argenudo. adj. Flojo, perezoso.
Arrecholado, da. adj. y s. Arrumbado, escondido y olvidado.
Bofeteo. m. El bofeteo. El comer.
Bullir. ¡Bíllele! interj. Orden para indicarle a una persona que se ponga en acción, que se mueva de prisa, que se apresure. Posiblemente del francés bouillir, que es hervir, por la agitación que se observa.
Cábula. adj. Tramposo, engañador. También sujeto al que le gusta bromear.
Cajeta. Estar cajeta. Estar algo bueno, sabroso.
Chirusa. f. (Pop). Insignificante.
Chivarrias. f. pl. En Coahuila, barba crecida y descuidada. También polaina de cuero de cabra sin curtir, con el pelo hacia afuera, para proteger la pantorrilla.
Colaseca. f. y adj. Serpiente de cascabel.
Cuartazo. (Dar el) cuartazo. Caer de manera repentina y violenta, de golpe.
Cuspio. adj. m. Borracho.
¡Demontré! (Fam). Equivale a decir ¡diantre!, eufemismo por diablo.
Enjandurriar. tr. Embarrar de mala manera.
Enyerbado. adj. Envenenado. También apasionado, muy enamorado.
Farolón. adj. Vanidoso.
Girimiquiar. intr. Llorar.
Ferido. m. Es la desviación que se saca de una acequia para regar.
Jambado. ger. Glotón, comilón.
Lambrijo. adj. Muy flaco.
Levas. f. Mentiras.
Mascorrufio. adj. Borracho.
Matacabras. adj. Viento helado del norte.
Mecada. f. Grosería.
Meco. Aféresis en tono de indio chichimeco del norte del país. Se empleaba para referirse a un sujeto grosero, bajo. También significa golpe fuerte.
Mejengue. m. Fiesta continua.
Orcifén. adj. Alguien bueno para nada. También se dice mascabajén.
Petronquingo. adj. Bonito.
Pilguanejo. adj. Chiquillo.
Pocholuquiento. adj. Lleno de achaques.
Rampuliento. adj. Desarrapado, desaliñado, pobretón.
Reborujar. tr. Revolver varias cosas entre sí.
Rede. f. Red, bolsa tejida de ixtle, algodón u otra fibra para transportar varios efectos.
Relingo. m. Cosa vieja.
Rozadera. f. Hoz.
Rufiano. adj. Persona grosera, que no respeta a sus mayores.
Sacualtinapa. f. Intriga.
Saltafurrinche. m. Pajarito chilero, también llamado carrancista o saltapared.
Sanjuaniada. f. Golpiza.
Saurino. Adivino.
Sotupio. adv. Gran cantidad.
Tancuarniz. m. Vino fuerte, licor.
Teco. m. Aféresis de indio tlaxcalteco.
Tranchete. m. Cuchillo grande o cuchillo curvo.
Tronera. f. Parte superior de la chimenea.
Trusco. m. Pedazo grande de alguna cosa.
Viriolo, la. m. y f. adj. Tuerto.
Zorrastra. adj. Mañoso, calculador de mala fe, bribón.
Zumbo. adj. En Coahuila, borracho.
Ya hemos publicado sobre expresiones oriundas del norte, como en este artículo del maestro Jesús de León. Las frases no se han escapado, tal como se muestra en este top 10.
Para saciar mi curiosidad y cerrar esta entrega le pedí a una inteligencia artificial que empleara las 5 decenas de palabras del listado inicial para escribir una ficción ambientada en Saltillo y algunos otros parámetros en el prompt. Te invito a hacer lo mismo y comparar resultados.
“El último redil”
El cuartazo lo tumbó contra el suelo pedregoso. La sangre caliente rodó por su mejilla y manchó la colaseca que había degollado segundos antes con un tranchete oxidado. Le temblaban las manos. ¡Bíllele, hombre!, se dijo en silencio mientras un eco de botas le pisaba los talones. No había tiempo para enjandurriar el arma o el orgullo. Era correr o morir.
Saltillo se había convertido en un matacabras constante. La ciudad parecía hecha de relingos, de un polvo gris que se colaba por las troneras de las casas abandonadas y cubría cada rincón con un velo de muerte. Nadie hablaba de lo que había sucedido realmente: una sanjuaniada entre los poderosos que dejó a los débiles achantados y ajumados, en una perpetua miseria.
Óscar (lo llamaban “lambrijo”) no era un héroe, ni mucho menos. Era un cuspio y un jambado, un hombre de rostro lleno de chivarrias y moral tambaleante. Pero algo dentro de él no podía quedarse arrecholado mientras las levas de los saqueadores arrastraban niños pilguanejos de las calles y los perdían en las sombras.
Aquel día, sin embargo, lo habían cazado.
Un ruido de girimiquios lo hizo detenerse. “¡Demontré!”, pensó, buscando refugio detrás de una vieja rede colgada en lo que quedaba de un mercado. Más allá, una figura pocholuquienta y rampulienta sostenía a un niño. Era un pilguanejo que miraba con ojos enyerbados de miedo. Óscar apretó el cuchillo. Se mordió el labio.
—¡Órale, zorrastra! —gritó. El saqueador giró, mostrando su rostro lleno de chivarrias y un tancuarniz a medio terminar en una mano.
—¿Tú otra vez, Lambrijo? —bufó, relamiéndose los labios—. No te cansas de ser farolón.
Óscar no respondió. Con pasos rápidos y silenciosos, cruzó el espacio entre ambos y hundió el tranchete en el vientre del hombre. Un meco sordo salió del saqueador mientras caía, soltando al niño. El pequeño lo miró, petrificado.
—¡Bíllele, pilguanejo! —le ordenó Óscar, pero el niño se quedó ahí, tieso como ferido seco.
Un rugido rompió el silencio. Óscar levantó la mirada y vio que un enjambre de saqueadores se acercaba. Era sotupio de ellos, un mejengue de violencia, un rugido de hambre. Su única opción era bullir hacia las ruinas del centro, pero el niño seguía allí, aferrado a su pantalón.
—¡Carajo! —gruñó, cargándolo sobre el hombro.
Corrió hacia lo que quedaba del Palacio de Gobierno, ahora un cascarón arrecholado lleno de colasecas y saltafurrinches que se escondían entre las grietas. Sus pasos resonaron en el mármol roto mientras los saqueadores lo seguían de cerca. El viento helado del matacabras le quemaba los pulmones, y el niño comenzó a girimiquiar de nuevo. “¡Cábula chamaco!”, pensó, pero no podía dejarlo.
Subió las escaleras hasta el antiguo despacho del gobernador y cerró la puerta con un trusco de madera que encontró a medio camino. Afuera, los saqueadores reborujaban todo, buscando un punto débil. El niño lo miró con ojos brillantes.
—¿Nos van a matar? —preguntó, con la voz trémula.
Óscar no respondió. Sacó un relingo de su bolsa, un mapa viejo que había encontrado entre la basura. Mostraba un lugar más allá de la ciudad, una especie de refugio. La gente hablaba de él como una leyenda, un último redil donde las mecadas y la sangre no manchaban el día a día. Nadie sabía si era cierto. Nadie excepto Óscar.
—No si corremos lo suficiente —dijo, abriendo la ventana que daba a un callejón oscuro.
El niño lo siguió sin cuestionar.
Días después, un saqueador encontró un trozo de papel en el suelo del despacho: el mapa. Lo observó con desconfianza y llamó a su jefe. El hombre lo miró, mascorrufio pero lúcido.
—¿Un refugio? —preguntó incrédulo.
—Sí, patrón. Dicen que es petronquingo, pero quién sabe.
El jefe observó el mapa por un largo momento. Luego sonrió.
—Argenudos o no, vamos tras ellos.
El trozo de papel, desgarrado por el matacabras, se enredó entre las ráfagas y voló hacia el horizonte, siguiendo un camino incierto. Al final, nada era seguro: ni el refugio, ni la redención, ni la esperanza.
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