La corrupción de los gobernadores sacude México y cerca a Peña Nieto

Nacional
/ 12 abril 2017

En la última década hasta 17 altos funcionarios han sido investigados, detenidos o están prófugos por diferentes delitos

En la última década, el término federación, del latín foederatio (unión)  sobre el que se levantan los Estados Unidos Mexicanos, ha resultado ser un acuerdo más eficaz para el latrocinio que para combatir la violencia o las desigualdades. Al menos 17 gobernadores que han ejercido el cargo en los últimos 10 años en México están fugados, encarcelados o investigados.

La detención en Italia del exgobernador de Tamaulipas Tomás Yarrington, buscado por la Interpol desde hace cinco años, a la salida de un elegante restaurante de Florencia, es el último episodio de una larga lista de funcionarios acusados de esquilmar la sanidad pública, trabajar para el narco, comprar ranchos en Texas o quedarse con terrenos a pie de playa.

El deterioro periférico de México ha elevado una raya más la indignación popular y la corrupción se ha colocado como el segundo problema que más preocupa a los mexicanos, después de la inseguridad, según la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística (Inegi). Los últimos casos golpean además al poder central, especialmente al presidente, Enrique Peña Nieto, inoperante ante el rosario de escándalos y con la urgencia de ganar las elecciones presidenciales dentro de un año, en las que su partido, el gobernante PRI, parte en desventaja en todas las encuestas frente al izquierdista Andrés Manuel López Obrador.

Uno de los ejemplos de la naturalidad con la que conviven los partidos con la corrupción, la dio el PRI, que expulsó a Yarrington en diciembre del partido. Lo que pretendía ser una decisión ejemplarizante terminó siendo un ridículo gesto al tendido al suspender los derechos políticos de un militante que llevaba casi cinco años fugado de México y cargaba con dos órdenes de detención de Estados Unidos y México.

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Hasta la llegada de Vicente Fox a la presidencia en el año 2000, el PRI había manejado los Estados en una suerte de tablero de Risk monocolor, en el que los gobernadores ejercían de caudillos locales perfectamente alineados con la Revolución Institucional, garantizando la estabilidad en las provincias y los votos necesarios cada seis años para retener la presidencia, sin error alguno en las actas.

Salvo desmanes muy descarados que obligaban a la intervención presidencial, el federalismo en México era un pacto de no agresión entre las provincias y el tlatoani del poder central. Con la irrupción del Partido Acción Nacional (PAN) y las progresivas victorias de la oposición, el mapa se volvió más complicado de manejar. Los gobernadores continúan siendo los grandes operadores políticos de los grandes partidos y su éxito o fracaso se mide en la capacidad de retener, con todos los medios posibles, el poder.

“En el sistema clásico priísta, cuando a un gobernador se le pasaba la mano o su corrupción afectaba al presidente, éste lo quitaba ipso facto y el Congreso actuaba a la velocidad de la luz. Se perdió ese control autoritario y, aunque Peña Nieto trató de recuperarlo, ya no pudo, los gobernadores se hicieron de un poder que jamás habían tenido” explica Lorenzo Meyer, profesor del Colegio de México.

Uno de los ejemplos más recientes es el de Javier Duarte, gobernador de Veracruz, en busca y captura desde hace más de cinco meses. Duarte es considerado uno de los gobernadores más corruptos que ha dado México, en un país rico en artes y maneras para sisar de lo público sin ser detectado.

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Peña Nieto lo puso como ejemplo —junto al también prófugo César Duarte— de renovación generacional y la llegada de “un nuevo PRI”, pero durante los cinco años que Duarte estuvo en el poder, la oposición y la prensa local no se cansaron de denunciar sus desmanes sin obtener respuesta. Cuando las evidencias eran abrumadoras y había desfalcado la Educación y el sistema de salud, la Procuraduría General de la República (PGR) ordenó su detención.

Sólo un día antes de esfumarse, apareció en televisión clamando por su inocencia ante la pasividad presidencial. Hoy Veracruz, con casi ocho millones de habitantes, transpira indignación mientras los memes sobre Duarte y el Gobierno pasan de celular en celular para sonrojo de Los Pinos. Cuando se revisan las arcas públicas, el tema tiene menos gracia.

Veracruz, gobernado ahora por el PAN, se encuentra en quiebra técnica y depende de las dádivas del Gobierno central, suficiente para evitar la revuelta social. Oaxaca, Guerrero o Tamaulipas atraviesan una quiebra económica similar.

Paralelamente, los gobernadores operan sin contrapeso. Jueces, Congreso local, oposición, organizaciones civiles o periodistas deben elegir entre ser héroes o cómplices para imponerse al poder regional, a miles de kilómetros de la capital.

Los líderes de la oposición pasan de un partido a otro con total naturalidad. Es sabido que Eruviel Ávila, gobernador del Estado de México y amigo de Peña Nieto, amenazó con pasarse al PRD si no era el candidato elegido para encabezar la lista del PRI.

En los últimos meses, Cesar Duarte, gobernador de Chihuahua ha sido acusado de desvío de recursos; Roberto Borge, gobernador de Quintana Roo, señalado por quedarse con terrenos a pie de playa y Andrés Granier, exgobernador de Tabasco, encarcelado por lavado de dinero se suman a los citados Javier Duarte y Tomás Yarrington. Y así hasta 17 mandatarios.

“El caciquismo regional no ha sido desterrado y opera en medio de una gran impunidad y falta de controles políticos. Es necesario revisar el actual sistema federal, que supone una etapa ya rebasada, diseñada en el siglo pasado. Antes, el control hegemónico lo ejercía, desde dentro, un solo partido que no permitía los excesos", explica Diego Valadés, investigador del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM.

En esta nueva realidad no se han construido los contrapesos necesarios; No hay un pacto como tal entre presidente y gobernadores, sino un acuerdo de entendimiento. Las autoridades locales son determinantes en la elección de legisladores nacionales” añade el académico.

 Ante la avalancha de casos de corrupción, Peña Nieto ha reaccionado de forma tibia, mientras la putrefacción periférica sepulta al “nuevo PRI” y sus aspiraciones presidenciales .

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