¿Quiénes eran Las Poquianchis?... las despiadadas mujeres que torturaron, prostituyeron y asesinaron a decenas niñas y jóvenes

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/ 4 mayo 2022

Las Poquianchis han sido las asesinas seriales más temidas de la historia de México con 150 víctimas mortales; torturaban y enterraban vivas a sus víctimas, asesinaban bebés y practicaban ritos satánicos

Sin duda alguna, la historia de Las Poquianchis es una de las más aterradoras pues en la década de los 60, este grupo de mujeres escandalizó a la sociedad mexicana pues esclavizaban niñas, las prostituían y las asesinaban.

Las Poquianchis se convirtieron en las asesinas en serie más prolíficas de México con 91 víctimas confirmadas, pero se cree que el número puede ascender a 150.

Sus métodos de tortura, secuestro y asesinato sacudieron a todo México pues su larga lista de atrocidades iba desde golpes, humillaciones, violaciones, abortos hasta matar de hambre a las niñas y mujeres que caían en sus manos o enterrarlas vivas.

¿Qué las llevó a ser tan sanguinarias?

La historia de las mujeres asesinas, Delfina, María de Jesús, Carmen y María Luisa González Valenzuela comenzó en El Salto, Jalisco, en donde su padre -porfirista-, Isidro Torres, era alguacil para el cuerpo de policía rural del gobierno y se encargaba de ejecutar a los delincuentes del pueblo, obligando a sus pequeñas hijas a presenciar sus sangrientos actos.

Machista, prepotente, alcohólico, violento y golpeador, son algunos de los adjetivos con los que se le califica a Torres, quien también violentaba a Bernardina Valenzuela, madre de las muchachas.

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Bernardina maltrataba a quienes se convertirían en Las Poquianchis; sus castigos las colocaban en un estado de pánico. Bernardina era una fanática religiosa: las niñas temían al rosario.

Ante la opresión, los castigos, golpes y machismo, María del Carmen escapó con su novio a otro lugar. La libertad duraría poco.

Su padre los encontró y, en castigo, hizo lo peor: encerró por 14 meses a María del Carmen en la prisión municipal.

No obstante, la suerte de don Isidro Torres cambiaría cuando fue perseguido por las autoridades en consecuencia de un asesinato, lo que generó el olvido de su hija en prisión.

María del Carmen logró conseguir la libertad gracias a que un ‘generoso’ hombre de 50 años llamado Luis Carnos, se acercó a ofrecerle la libertad... Siempre y cuando se casara con ella, fruto de esa relación Carmen tendrían un hijo.

La familia Torres Valenzuela se vio forzada a cambiar su apellido por el de González para evitar posibles represalias y poder huir del pueblo. El padre se separó de su familia para vivir una vida de fugitivo.

En 1935, la familia vivía en un estado de pobreza lamentable. Las hermanas habían conseguido empleo en una fábrica textil, pero los salarios apenas les servían para subsistir.

En 1938, Carmen conoció a un hombre llamado Jesús Vargas “El Gato”, con el que entabló una relación; ese mismo año se fueron a vivir juntos. Abrieron una pequeña cantina en El Salto.

Vargas malgastó las ganancias del establecimiento hasta llevarlo a la ruina. Después de esto, Carmen lo abandonó y regresó a vivir con su familia.

Con el conocimiento en el ramo de los burdeles, y tras juntar un capital, Delfina González abrió su primer ‘empresa’ ubicada en El Salto, Jalisco. La prostitución era ilegal en Jalisco, pero la vigilancia para combatir esa práctica era pobre. El prostíbulo estuvo activo por mucho tiempo, hasta que una riña suscitada en el lugar llamó la atención de las autoridades, que cerraron el establecimiento.

En 1954, Delfina muda el establecimiento a Lagos de Moreno, Jalisco, durante las festividades de la feria anual celebrada en el pueblo.

Para establecer el negocio, las mujeres contaron con el apoyo de varias autoridades corruptas. El propio alcalde concedió los permisos para que el negocio operara como bar a cambio de favores sexuales.

Las mujeres eran engañadas o compradas a tratantes. El sistema con el que operaba el burdel era semejante al peonaje empleado durante el Porfiriato: las cautivas estaban obligadas a comprarle a las madrotas suministros, como ropa y comida, a precios arbitrarios, acumulando así inmensas deudas. Entonces eran forzadas a prostituirse para poder pagarles.

Ya instaladas en sus cabarets, “Las Poquianchis” contrataban personas para que recorrieran la República en busca de adolescentes de entre 12 y 15 años de edad, y por medio del engaño y la extorsión las condujeran a sus negocios, donde una vez que entraban, eran mantenidas en cautiverio para prostituirlas.

¿Cómo reclutaban a sus víctimas?

Delfina desarrolló un método de secuestro que dejaba mayores ganancias: acudían a rancherías o pueblos cercanos, donde buscaban a las niñas más bonitas. No importaba si tenían doce, trece o catorce años de edad; llevaban cómplices masculinos que, si las sorprendían solas, simplemente las secuestraban. O si estaban acompañadas de sus padres, generalmente campesinos, se les acercaban y les ofrecían darles trabajo a las hijas como sirvientas. Los padres accedían, “Las Poquianchis” se llevaban a las niñas y de inmediato empezaba su tormento.

Apenas llegaban al burdel, “Las Poquianchis” procedían a desnudar a las niñas por completo y examinarlas. Si consideraban que tenían “suficiente carne”, los ayudantes que habían contratado se encargaban de violarlas, uno tras otro, y si lloraban o se resistían, las golpeaban.

Después, “Las Poquianchis” las bañaban con cubetadas de agua helada, les daban vestidos y las sacaban por la noche a que comenzaran a atender a la clientela del bar, bajo amenazas de muerte. Los clientes se mostraban siempre encantados de encontrar niñas de tan corta edad, por lo que el negocio prosperó rápidamente. Las hermanas alimentaban a sus esclavas sexuales solamente con cinco tortillas duras y un plato de frijoles al día.

Cuando una de las mujeres llegaba a cumplir veinticinco años, “Las Poquianchis” ya la consideraban “vieja”. Procedían entonces a entregársela a Salvador Estrada Bocanegra “El Verdugo”, quien la encerraba en uno de los cuartos del rancho, sin darle de comer ni beber por varios días; entraba constantemente para patearla y golpearla con una tabla de madera en cuyo extremo había un clavo afilado. Una vez que la mujer estaba tan débil que ya no podía ni siquiera intentar defenderse, “El Verdugo” la llevaba a la parte de afuera del rancho y, tras cavar una zanja profunda, la enterraba viva. A otras les aplicaban planchas calientes sobre la piel, las arrojaban desde la azotea para que murieran al caer, o les destrozaban la cabeza a golpes.

Si una de las muchachas se embarazaba, padecía anemia y estaba demasiado débil para atender a sus clientes, o si se atrevía a no sonreírle a los parroquianos era asesinada. Los bebés que llegaron a nacer fueron asesinados y enterrados, con excepción de un niño, al que guardaron para vendérselo a un cliente que quería experimentar con él; mientras tanto se dedicaron a maltratarlo.

También practicaban abortos clandestinos en las jóvenes más populares, con tal de no perder esa fuente de ingresos. Las mujeres, además, eran obligadas a limpiar el lugar, a cocinar y a atender a “Las Poquianchis”.

“Las Poquianchis” habían reclutado a varios ayudantes que las auxiliaban en sus labores. Uno era Francisco Camarena García, el chófer que se encargaba de transportar a las jovencitas reclutadas, junto con Enrique Rodríguez Ramírez; otro era Hermenegildo Zúñiga, excapitán del ejército, conocido como “El Águila Negra”, quien servía como su guardaespaldas y cuidador del burdel.

José Facio Santos, velador y cuidador del rancho; y Salvador Estrada Bocanegra, “El Verdugo”, quien golpeaba a las prostitutas que protestaban por algo y, cuando alguna amenazaba con marcharse o denunciar los maltratos a los que era sometida, se encargaba de asesinarla y enterrarla. También policías y militares utilizaban los servicios de las niñas esclavas, todo gratis a cambio de protección para el burdel.

María Auxiliadora Gómez, Lucila Martínez del Campo, Guadalupe Moreno Quiroz, Ramona Gutiérrez Torres, Adela Mancilla Alcalá y Esther Muñoz “La Pico Chulo” eran prostitutas que se convirtieron en celadoras y castigadoras a cambio de que “Las Poquianchis” respetaran sus vidas.

Cuando alguna de las niñas nuevas no quería ceder ante el capricho de algún cliente, ellas se encargaban de arrastrarla de los cabellos por todo el burdel, llevarla a un cuarto y darle de palazos hasta dejarla inconsciente. “La Pico Chulo” también gustaba de matar a palazos a las muchachas, destrozándoles la cara y el cráneo con una tranca de madera.

Ritos satánicos

Entre los muchos mitos creados en torno a este caso, la prensa amarillista creó el de los ritos satánicos. Se afirmó que hacia 1963, “Las Poquianchis” incursionaron en el satanismo. Alguien les dijo que, si ofrecían sacrificios al Diablo, ganarían más dinero y tendrían protección. Desde ese momento, cada vez que llegaban nuevas niñas reclutadas, eran iniciadas en un extraño ritual.

Primero las hermanas Valenzuela encendían velas y veladoras, formando una estrella de cinco puntas. Luego llevaban un gallo, el cual era sacrificado. Entonces Delfina y sus hermanas se desnudaban para untarse la sangre del animal. Desnudaban además a las niñas nuevas, quienes eran violadas y sodomizadas por los cuidadores, mientras “Las Poquianchis” contemplaban la escena y se reían.

Después sus ayudantes llevaban a la habitación a algún animal, un macho cabrío o un perro, y obligaban a las niñas a realizar un acto zoofílico para alegría de quienes contemplaban la escena. Después, los hombres llamaban a las demás niñas para empezar una orgía, en la cual “Las Poquianchis” también participaban. Semanas después, comenzarían otro negocio: le quitaban la carne a los cadáveres de las prostitutas que iban asesinando, para venderla por kilo en el mercado, a tres pesos.

Se destapa el caso y su condena

En 1964, Catalina Ortega, una de las más recientes muchachas en llegar al prostíbulo, logró escapar y se presentó en la comandancia de la Policía Judicial de León, Guanajuato. Las autoridades giraron una orden de aprehensión y se dirigieron a San Francisco del Rincón. Ahí detuvieron a Delfina y a María de Jesús. María Luisa logró escapar al último momento. El caso fue ampliamente difundido por la revista Alarma!. Algunas mujeres rescatadas dieron testimonio de los hechos.

Luego de varios meses que duró el proceso que consistió en careos e interrogatorios, finalmente Delfina, María de Jesús y María Luisa González Valenzuela, fueron acusadas de lenocinio, secuestro y homicidio calificado y recibieron la pena de 40 años de prisión, sin embargo, dos de ellas murieron tras las rejas antes de obtener su libertad.

Delfina, conocida como La Poquianchis Mayor, falleció a los 56 años en la cárcel en Irapuato, el 17 de octubre de 1968; María Luisa, apodada “Eva La Piernuda”, perdió la vida en su celda de la cárcel municipal de Irapuato en noviembre de 1984 luego de ser consumida por un cáncer hepático; María de Jesús fue la única que falleció en libertad a mediados de la década de los 90.

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