2025: Empecemos con esperanza
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No comparto la sombría opinión de los vaticinadores de catástrofes, según los cuales este año nuestro país se derrumbará con todo y plataforma continental
Empecé a escribir esta columna y la feché según la clave de mi archivo: 1E25... “1” significa día primero. “E” quiere decir enero. Y el 25 corresponde al número del nuevo año. ¿Qué sentí al poner esa fecha? ¿Un calosfrío que me empezó en el bulbo raquídeo y me acabó en el cóccix e innominables regiones adyacentes? ¡No! ¿Sobrevínome un acceso de risa loca? ¡Tampoco! ¿Pensé que este año será el peor en la historia de México desde la caída de Acamapixtli hasta nuestros días? O, por el contrario, ¿sentí que en el 2025 ingresaremos −ahora sí− al concierto de las naciones civilizadas? ¡Ni una cosa ni la otra! No comparto la sombría opinión de los vaticinadores de catástrofes, según los cuales este año nuestro país se derrumbará con todo y plataforma continental, zócalo submarino, islas adyacentes y territorio nacional, incluido el poblado “Tres palitos”, que así se llama un lugar de Tamaulipas. Tampoco hago mío el optimismo cándido de la gallina que le dijo al marranito del corral: “Hoy en la noche te van a matar”. “¿Por qué me dices eso?” −se afligió el cerdito−. Replicó la gallina: “Porque oí que el granjero le dijo a su mujer: ‘A esa gallina mañana me le das chicharrón’”. Por más que digan los opinadores que el pesimista es un optimista bien informado, que el optimismo consiste en creer que lo que sucederá no sucederá, yo pienso que el pesimismo es la negación de una de las tres virtudes teologales: la esperanza. Si a ella renunciamos; si le oponemos una falsa inteligencia, estaremos negando no sólo nuestra capacidad de superar los problemas, sino la de todo el humano género, cuya historia lo mueve a ser cada día mejor, según la esperanzadora tesis de Teilhard. Recordemos a la pareja de ancianitos que llegaron a un restorán. El viejecito llenaba a su esposa de solícitos cuidados, y se dirigía a ella con cariñosos nombres: “Ven, mi vida... Siéntate, mi cielo... ¿Estás a gusto, reina?... ¿Qué quieres pedir, ángel?”. El mesero del restorán estaba impresionado. Poco después la viejecita se levantó de la mesa para ir al baño. El camarero, sin poderse contener, se dirigió al anciano: “Perdone la indiscreción, señor. ¿Cuántos años tienen ustedes de casados?”. Respondió con feble voz el viejecito: “Estamos celebrando 65 años de matrimonio”. “¡Caray, señor! –dijo el mesero–. ¡Me ha emocionado usted; me ha conmovido! ¡Qué amor le muestra usted a su señora! ¡65 años de casados, y cómo le habla usted!.. ‘Mi cielo’... ‘Mi vida’... ‘Mi reina’... ‘Mi ángel’...”. Replicó el ancianito: “Es que ya se me olvidó cómo se llama”... Nosotros también hemos olvidado algo importante: México ha afrontado situaciones más difíciles que ésta por la que ahora atravesamos. Hemos sufrido guerras; revoluciones; desastres naturales; pésimos presidentes; malos políticos; partidos peores, y otras mayúsculas calamidades. Y aquí estamos. Cayendo y levantando, sí, pero aquí estamos. Y he aquí otro cuentecito recordable. Llegó a la consulta del doctor Ken Hosanna una chica de opulento busto y le dijo que le sucedía algo muy extraño: cuando se quitaba el brassiére su busto, en vez de caer, subía, se levantaba, se elevaba, ascendía, iba hacia arriba. Ante el asombrado facultativo hizo la demostración. “¿Qué opina usted, doctor? –le preguntó con ansiedad–. ¿Qué será esto?”. Respondió el médico, azorado: “No sé qué sea. Pero es contagioso ¿eh?”... También el pesimismo se contagia. No lo admitamos. Defendamos nuestra democracia; hagamos que la justicia se imparta en la debida forma y ampliemos los espacios de nuestra libertad. Sólo con nuestra participación de ciudadanos podremos hacer de México un país mejor. Y a propósito: ¡Feliz Año Nuevo a mis cuatro lectores!... FIN.
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