El destino de los pobres<BR>

Opinión
/ 2 octubre 2015

Es una triste verdad que, para tomar conciencia de que existen ciertos lugares del planeta, los que vivimos en zonas de abundancia necesitamos sacudidas sísmicas y desgracias humanitarias.

En cierta ocasión, el filósofo catalán José Ferrater Mora -entonces profesor en una distinguida universidad de Estados Unidos- fue recibido por el honorable presidente Pujol. El presidente se interesó por el grado de conocimiento que tenían los estadounidenses de Cataluña y recibió la mala noticia de que era casi nulo. "¿Qué podríamos hacer para dar a conocer Cataluña en Estados Unidos?", le preguntó a Ferrater, y el filósofo, que era bastante guasón pese a su apariencia seria, repuso: "Bueno, quizá un terremoto podría ayudar...".

En este caso se trataba afortunadamente de una broma, pero es una triste verdad que, para tomar conciencia de que existen ciertos lugares del planeta, los que vivimos en las zonas de abundancia necesitamos sacudidas sísmicas y desgracias humanitarias. Quizá ahora -al menos por unos cuantos días- prestemos algo de atención a Haití. Incluso con triste optimismo podríamos llegar a suponer que algo positivo pudiera salir de esta horrenda desgracia para el futuro de los supervivientes y del desdichado país. Lo mismo que estamos acostumbrados a los daños colaterales de los bombardeos, a lo mejor llegan a darse beneficios colaterales en los terremotos...

Lo digo avergonzado, porque en ninguno de los dos casos quedamos bien parados.

Nos acusa la desenvoltura con que disfrutamos de nuestra vida ventajosa junto a situaciones de miseria a las que no dedicamos un instante de atención más que urgidos por cosquilleos de conciencia ante las catástrofes o, lo más frecuente, alarmados por peligros que amenazan nuestros intereses (¿a quién le preocupan los agobios de los somalíes, salvo cuando los piratas atacan barcos de compatriotas... que probablemente no deberían faenar en esas aguas?). A esa desenvoltura deberíamos darle su auténtico y desagradable nombre: barbarie. Porque son bárbaros -indignos de ser considerados como civilizados- quienes despliegan su poder en exhibiciones y festejos mientras ignoran (cuando no pisotean) a sus semejantes menos afortunados.

En un apunte de sus "Carnets", Albert Camus cuenta su conversación con un pordiosero que solía pedir en una esquina de París. "Señor, la gente no es mala", le decía el vagabundo, con sonrisa resignada. Y añadía: "Lo único que pasa es que no ven". En efecto, la mayor parte del tiempo "no vemos".

A pesar del refinamiento de nuestros medios de comunicación, de nuestras facilidades para viajar o para enterarnos de lo que ocurre a miles de kilómetros, preferimos mantenernos bárbaramente ignorantes de que convivimos con atroces muestras de miseria y de necesidad. Hasta que nos sacude el terremoto o el tsunami que vemos casi en directo en la pantalla y las noticias del telediario amargan un poco nuestro almuerzo. Entonces, con cierta dolorida pereza, pensamos: "¡No puede ser! ¡alguien debería hacer algo!". Pero probablemente no vayamos mucho más allá... porque llega el postre y minutos más tarde comienza el nuevo capítulo de nuestra serie favorita. ¡Un plan bárbaro!

Lo peor de todo es que, siendo el mundo como es y viendo tan claro y tan cercano el destino de los pobres, haya desalmados que se atrevan a decir: "Me aburre la política, yo no me meto en política...". Cuando no son los propósitos morales, ni las oraciones y rogativas, ni siquiera el mero humanitarismo sino sólo la acción política, la buena política, lo que necesitamos para salir de nuestra cómoda barbarie.

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