Para vivir mejor
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Carolina Rocha Menocal
Una nunca sabe para quien trabaja y mucho menos para cuántos. Y como el hubiera no existe sólo queda confesar: lamento no haber prestado atención a los insistentes y esquemáticos anuncios de planifique la familia.
Si la memoria no engaña a su Adelita, los anuncios promovidos por Conapo buscaban de manera gráfica y a prueba de analfabetas funcionales (ajá: con capacidad de reproducirse, pero incapaces de hacerlo con condón) contrarrestar años de una cultura machista basada en la propagación de la especie ya sea en el seno del hogar o en el seno (literal) de la casa chica.
La publicidad remataba con un feliz y cantado: "la familia chica vive mejor" (pequeña, insisto, porque la frase se presta a una segunda interpretación).
Así que presa de un adoctrinamiento subliminal la que escribe pasó los próximos años de su vida adicta a las pastillas anticonceptivas -qué bueno que no eran tafilitos- sin familia amplia y extendida.
Hasta que el espíritu santo hizo el arribo al condesero departamento en forma de salchichón. Y no, no hay albur. Mi primer hijo fue un embutido de 60 centímetros de largo, 30 centímetros de diámetro, largas orejas y ojos de perro sufrido.
Bruno fue un canito deseado luego de un tremendo fracaso amoroso -como muchos embarazos que buscan rescatar al titánic matrimonial - y como todo hijo primerizo vivió como emperador.
No organicé un baby shower previo a su llegada pero dispuse una cama de pana roja, tan grande, que cuando el cachorrito intentó treparla por primera ocasión rodó como monedad hacia los lados. Había que situarlo justo en medio del colosal almohadón (sí imaginen al coloso del Zócalo, pero de buen gusto) e implorar que no se moviera porque sino la gravedad lo impulsaba abajo.
Durmió desde el día uno al pie de mi cama. Al primer sonido, su Adelita brincaba y lo llevaba directito a la terraza tapizada de periódicos con cabezas clasificación B -no se usaban los descabezados y ejecutados aún- y esperaba paciente al más mínimo chisguete amarillo.
Luego, asesorada por vecinos de la Condesa, lo abrazaba y besaba no con la intención de elevar la autoestima, sino para que relacionara la pis con un momento feliz.
Al poco tiempo -¡obvio!- cambié técnica porque el Bruno se la pasaba orinando al que fuera en espera del apapacho. Durante año y medio fuimos Bruno y yo, su Adelita y Bruno.
Como buena vecina de la Condesa, a falta de hijos, volcaba todo mi instinto materno hacia la masa peludita que aderezaba mi vida y era presa fácil de charlatanes caninos. Mi alacena empezó a acumular sprays para que no orine, champú en seco, vitamina de tiburón, perfume con olor a chien (es que oler a perro no tiene caché), suplemento de moco de león. La lista es vergonzosa y proporcionalmente inversa a la capacidad cerebral del consumidor.
Pero aún así, no existía mujer independiente sobre la tierra más dichosa que su Adelita en despilfarrar la quincena en los caprichos de su primo-canito.
Bruno tenía un cajón dentro del vestidor. Dos impermeables con gorra, camisas tipo polo -rosa y amarilla, pero, juro, no lo volví afeminado- mameluco con patita incluida y hasta babero y orejeras para comer.
El canito parecía hijo de político. No que le hubiera comprado tenis Louis Vuitton como al peje baby, pero lo que quería el can y sobretodo lo que no quería yo adquiría.
Por eso comprendo la amargura de mi Brunito tras la llegada de la perrada. Un día despertó y 3 intrusos más compartían privilegios caninos.
Confieso que intenté colmarlos con los mismos lujos. Makaka tuvo impermeable, aunque se revolcaba en el intento de desatarlo.
Para cuando llegaron los hijos de los hijos, es decir las mini-makakas, no hubo cartera que solventar tanta pen... tanta pena ajena.
Descendimos en la escala social. Empezó el racionamiento. No es lo mismo una salida al salón que baño a domicilio para 4. Tampoco un colchón colosal que 4, porque de hecho ni cabíamos. Hubo que mudarse y eso implicó un crédito hipotecario que nos lanzó a las filas de la clase media: medio como, medio visto, medio compro y medio voy.
Para cuando su Adelita se enteró de que la familia de 6 vivía peor, el daño ya se había instalado. Ni modo que regalara a los advenedizos o los incitara a brincar al otro lado.
Así como en México pasó de 105 millones de habitantes a 112 sin aviso y sin permiso, la que escribe tenía que alimentar a esos hocicos (no hay insulto) de más.
Y claro: como casi todos en este sexenio del "para vivir mejor" por no escuchar y por no planificar pasé a una mucho peor y más apretada vida.