Cuando pase el temblor

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El viernes 11 de marzo del año 2011, un violento y devastador terremoto de 9.0 grados en la escala de Richter, el de mayor magnitud en su historia sacudió a Japón. La naturaleza ensañada, desató tras el temblor un tsunami con olas de 10 metros que arrasaron todo a su paso. Barcos, casas, aviones y trenes fueron tragados por el mar. Las imágenes son terribles: incendios, escombros y viviendas destruidas. El Gobierno nipón informó de un número "extremadamente alto de víctimas". Miles perdieron todas sus pertenencias. El calentamiento de sus plantas de energía atómica los tiene en estado de "emergencia nuclear".
Yo había viajado a Japón junto a Eduardo Olmos, alcalde de Torreón y empresarios de esa ciudad buscando inversiones para esa gran región de Coahuila que es La Laguna. El temblor nos sorprendió a bordo del "Shinkansen", el tren bala que se desplazaba a 300 kilómetros por hora. De manera abrupta el tren que al igual que la determinación del pueblo japonés jamás se detiene, lo hizo. Al preguntarnos qué sucedía la respuesta llegó inmediata. Durante dos minutos el "Shinkansen" se estremeció con la fragilidad de un árbol bajo la tormenta. Pensé que se desplomaría. Quedamos varados en el tren por seis horas hasta que se restableció el servicio. Al llegar a la estación central, encontramos a Tokio, una metrópoli de 14 millones de habitantes en tinieblas, con su sistema de transporte colapsado y sus calles asemejando un río de gente.
Caminamos hasta llegar a nuestro hotel que había sido habilitado como improvisado refugio para miles de personas que dormían en el lobby, observando televisores montados para informar. Durante esa noche se desencadenaron varias decenas de sismos mas y hubo un momento en que decidí dormir vestido y con los documentos personales a la mano. De pronto, a mitad de la noche un temblor violento hizo crujir las estructuras del hotel de 30 pisos. Lo que siguió es indescriptible: el horror, la pérdida del futuro, el aullar de las sirenas, la inconmensurable oscuridad que nos devoraba. Surgió entonces el miedo que provenía de saber que estábamos solos ante el desastre.
La vida entonces cobró un valor de bien absoluto, porque al final lo único que tenemos es el aliento, nuestra única propiedad. La posibilidad de morir pasó por mi mente y pensé en mi familia. En Amaranta, una adolescente hermosa que hoy vive entre las contradicciones propias de su edad, pero que todos los días construye su historia personal. Vino a mis pensamientos Rodrigo, un niño con un corazón que apenas cabe en su pecho, un jovencito guapísimo dedicado a su escuela, a sus amigos, al futbol y a pedirle a su papá que juegue más con él. Pensé en Regina, alegre y lindísima, una niña de una personalidad voluntariosa, arrebatadora, un gran terremoto por ella misma. Pero pensé más en mi compañera de vida, en Sandra Lucía Ruiz, mi esposa, bellísima mujer de una sola pieza, solidaria y fuerte, que parafraseando al gran Benedetti, es mi amor, mi cómplice y todo, porque en la calle codo a codo somos mucho más que dos. Agradecí más que nunca habernos encontrado en el camino de la vida.
Por fortuna la arquitectura japonesa es un arte convertido en milagro y el hotel soportó todo. Al amanecer, nuestra única aspiración era la misma de Ulises en la Odisea: regresar a casa. Pero los aeropuertos estaban cerrados y los vuelos cancelados. De nuevo corrimos con suerte y sólo tardamos 3 días en poder regresar del Japón.
En medio de la tragedia, constaté que los japoneses son un pueblo único, una raza que nace con dos cosas: una determinación inquebrantable y un sismógrafo. Su orgullo nacional un día someterá a los temblores y los hará resurgir como un sol naciente tal como lo hicieron con la destrucción causada por las dos únicas bombas atómicas detonadas jamás en contra de algún país.
Pero tras todo esto existe una historia personal difícil de expresar. Recibí miles de gestos de solidaridad, muchos de ellos inesperados. Los agradeceré siempre. Como enseñanza de vida me queda que al despertar cuando pasó el temblor, tengo la fortuna de comprender que el suelo sobre el que permaneces no puede ser más grande que los dos pies que lo cubren.