Preludio al Día del Niño
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Me dispongo a escribir uno de esos artículos que, una vez publicados, invariablemente me significan la pérdida de uno o dos amigos.
¡Me vale! Por fortuna tengo muchos y los mejores, aquellos que ponderan mi amistad más allá de una simple cuestión nominal, me exculpan en automático e incluso celebran mi idiosincrasia y natural forma de expresarme.
El comentario de hoy versa sobre una idea muy sencilla (continuando con la serie "columnas para no molestar la neurona").
Sucede que las personas casadas y con hijos que conozco, que son la mayoría, tienen un rasgo en común, que están más que satisfechos, orgullosísimos diría yo, de su propio desempeño en la crianza de sus vástagos.
A razón del apasionamiento con que se expresan de sus querubes, se deduce que como padres sencillamente han hecho todo bien.
Los míticos niños índigo (el siguiente eslabón en la cadena evolutiva humana según el new age) son nada o menos en comparación con los niños que yo conozco.
Ufanos padres me han presumido toda clase de atributos físicos, intelectuales, morales y espirituales en sus pequeños. El que no tiene la madurez emocional de empresario de mediana edad, tiene la inteligencia -proporcional a sus añitos- de Stephen Hawking.
Hay otras cualidades de las que mucho les gusta jactarse a los autores de los niños dotados: Modales y refinamiento.
Los niños que conozco -al decir de sus padres, claro- podrían ayudar a Carreño a reescribir su manual de urbanidad y buenas maneras; por otro lado, son incapaces de permitirse un momento de ordinariez. Ninguno de estos pequeños prodigios cede jamás, ni en los momentos de mayor debilidad, ante los apetitos pedestres. Es decir, sólo atienden contenidos edificantes, lecturas apropiadas y oyen música que trasciende a las modas. Nunca jamás se permiten ni el más sutil acercamiento a la frontera que separa la exquisitez de lo "naco". Tratándose de los angelitos, tal como me los platican, siempre prevalece el buen gusto.
¿Qué más?
Ah, pues que son eminentemente buenos. No hay en ellos semilla de maldad que corra el riesgo de germinar con los años.
Henchidos de engreimiento, los responsables de tanto canijo prodigio me han espetado frases como:
"Ahí donde lo ves, a Brandon de Jesús ya le dijo la Directora que lo va a hacer el abanderado de la escuela".
"Pues como no sea para ver si a Brandoncito le entra lo Juan Escutia y se arroja al precipicio enrollado en el lábaro, no me lo explico". Pero ese tipo de comentarios ya nomás los pienso.
Los méritos atléticos de los mocosos también producen en sus padres lo que en francés se conoce como le petite mort, (la muerte chiquita) y que en buen español son los espasmos orgásmicos.
"¡A mi Kevin Guadalupe lo hicieron capitán del equipo!".
Y yo me digo:
a) Seguro que el equipo es el estatal de lucha sumo.
b) Sucedió en un universo paralelo en el cual el tejido adiposo es tan apreciado como la masa muscular.
c) Al pobre Kevin Guadalupe le detectaron cáncer terminal y sus compañeritos lo quieren motivar antes de verlo partir.
Como dije, esas inferencias me las reservo. A lo que quiero llegar es:
Si de acuerdo con la actual generación de padres de familia, su misión se está cumpliendo tan a cabalidad que literalmente nuestra sociedad rebosa de hombrecitos virtuosos y mujercitas ejemplares.
¿Cómo rayos es que para donde quiera que uno voltee lo que abundan son patanes y pelafustanas?
Esta no es mi queja personal. El ciudadano promedio se la vive despotricando en contra del prójimo. Al conducir su vehículo, cuando va de compras al súper, en la fila para algún trámite, en los espectáculos, en cualquier espacio público siempre algún mal mexicano nos hace desatinar con su falta de consideración, insensibilidad y pobrísimo civismo. Unos hacen alarde de su pobre empatía, otros simplemente de su mal gusto, pero son en su mayoría un desafío para la coexistencia en armonía.
Estará de acuerdo en que de alguna parte tuvo que salir tanto paria urbano. Y no emergieron de un hoyo en el asfalto. No, lo más probable es que vengan también de alguna orgullosísima pareja de padres que en su momento los ponderó como niños non plus ultra.
Entonces, o es que en algún momento conforme se acercan a la mayoría de edad los chamacos olvidan todo lo bueno que se les inculcó, o sencillamente los padres no están proveyendo a sus retoños esa formación que los hace ensoberbecer.
Una cosa es expresarse de los hijos amorosamente y otra es caer en una negación de la realidad que va más allá de la autocomplacencia y se emparenta con la más absoluta ceguera.
Conozco a quienes invierten cualquier cantidad de dinero en enseñanza particular y actividades extra académicas, pero ni un minuto de su tiempo en cambio para comunicarse realmente con sus hijos, y conocer sus intereses, necesidades, sentimientos, motivaciones.
Muchos podrían hipotecar el alma con tal de estar al corriente en las colegiaturas pero son incapaces en cambio de enseñar a sus críos a hacer el más elemental discernimiento del bien y el mal, la justicia y la inequidad, ni siquiera a distinguir la belleza de lo chabacano y la cursilería.
Sin exageraciones ni hipérboles humorísticas, puedo garantizar que no más del diez por ciento de quienes conozco saben en realidad qué es lo que están haciendo con sus hijos y tienen una meta perfectamente definida de hacia dónde pretenden conducirlos con su educación.
Está próximo el Día del Niño y, como dije hace no tanto, bueno sería para variar, en vez de sólo celebrarlos, preguntar por sus carencias afectivas, emocionales y comunicativas.
Todo en el mejor ánimo de reducir el porcentaje de patanes, bellacos y bribones que atiborran nuestras calles.
petatiux@hotmail.com