Quiero a Teodora
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Fue amor a primera vista, lo confieso. Apenas la vi me deslumbró y decidí que la quiero para mí... O la querría, porque se cotiza demasiado alto para mis modestas posibilidades.
Me gusta todo, o casi todo de ella. Comenzando con el nombre, que se ubica en esas rara frontera entre lo sensual y lo grotesco pero que, a pesar de ello, le otorga un aire enigmático irresistible: Teodora.
Es casi demasiado masculino para considerarlo bello, pero es eufónico y al pronunciarlo la lengua se mueve en el interior de la boca con una cadencia que convoca irremediablemente a la lujuria.
No sorprende que, al investigar la genealogía del nombre, uno encuentre que su origen es griego y significa "regalo de Dios", o "don de Dios". Basta verla para tenerlo claro: solamente los habitantes de los olimpos podrían haber creado semejante belleza.
Me encantan sus medidas. Alguien podría decir que no son perfectas, o incluso adentrarse al territorio de la blasfemia para afirmar que está desproporcionada, voluminosa, tosca. Tales expresiones, sin embargo, no serían sino prueba fehaciente de celos, de envidia, de la frustración generada por el inconfesado e insatisfecho deseo de poseerla.
Desde mi perspectiva, y de acuerdo con mi concepción personal de la estética, no le falta ni le sobra. La naturaleza obró en ella con particular tino y la dotó de los atributos necesarios para que nadie, absolutamente nadie, pueda ignorar su presencia o dejar de admirar su belleza.
No importa en medio de qué multitud se le coloque: destacará y brillará con la potencia con la cual lo hacen solamente las piedras preciosas, las gemas soberbias que, de cuando en cuando, aparecen en apartados rincones del planeta para desatar la codicia de los hombres.
Me encantaría poder tocarla, poner mis manos sobre ella aunque fuera sólo una vez, sólo un instante y guardar -atesorar sería más correcto- como un preciado patrimonio, la sensación del roce de mis dedos contra su piel.
Cierro los ojos y me imagino tomándola en mis manos con la delicadeza que merecen las creaciones más frágiles de la naturaleza. Me imagino sosteniéndola contra mi cuerpo y reteniéndola allí con apenas un sutil abrazo, tan sólo con la fuerza necesaria para mantenerla inmóvil.
Sé que no sería un contacto tibio, que no habría calidez en nuestra aproximación porque sólo a mí me importa, sólo a mí me interesa acercar mi humanidad a su existencia y tener el privilegio de colocar un trozo de mi piel junto a su cuerpo.
Me atrae de forma irresistible que el destino decidiera, merced a sus insondables designios, otorgarle la nacionalidad brasileña, pues Brasil es sinónimo de exotismo, de sensualidad, de una miríada de olores, sabores, sonidos y texturas que nos resultan deseables.
Teodora la brasileira... No podía ser de otra manera: esos volúmenes, esas formas, sólo pueden encontrar explicación si surgieron del crisol donde los dioses han fundido, a partir de la mezcla deelementos improbables, la belleza que se distingue por su rareza.
Eso es Teodora en primer lugar y ante todo: una rareza. Eso, por encima de sus demás cualidades, la vuelve tan deseable, tan apetecible. Todos queremos para nosotros algo único porque su posesión nos vuelve únicos también, nos distingue del resto de los mortales, nos coloca un poco más cerca del cielo.
Y este columnista, por supuesto, no es distinto al resto de los hombres. Lo confieso sin rubor: sucumbo con facilidad a los instintos primarios, poseo una muy débil fuerza de voluntad frente al deseo, soy incapaz de resistir la atracción, de poner barricadas a la tentación.
Apenas ayer vi las fotos y me hechizó en forma instantánea, irremediable e irreversible. La vi y supe que soñaría con ella, que envidiaría por el resto de mis días al afortunado que termine quedándose con ella y, a partir del momento en que la posea, se dedique a exhibirla como quien coloca en su sala un trofeo de caza.
Apenas la vi supe, sin asomo de duda, que florecería en mi interior una sorda obsesión por acercármele un día, por tener el privilegio de contemplarla sin la intermediación de la pantalla de mi computadora, por atreverme a rozarla furtivamente tras burlar el cerco de sus vigilantes.
Si tan sólo no fuera tan inalcanzable... Si tan sólo mi chequera fuera lo suficientemente robusta para alzarme con la victoria en la feroz, despiadada competencia que hoy se desatará para decidir quién podrá erigirse como su dueño y poseedor absoluto.
Porque Teodora se fugará hoy de mis fantasías y se mudará a vivir a la casa de algún excéntrico millonario coleccionista de rarezas. Hoy, Teodora tendrá dueño: será vendida al mejor postor en una casa de subastas canadiense cuyos dueños esperan obtener, al menos, 1.2 millones de dólares por ella.
Teodora y sus casi 12 pulgadas de largo y sus casi doce kilos de peso... Teodora, la esmeralda más grande del mundo y la única piedra que realmente he deseado tener en mi vida.
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx