Luces de la ciudad

Opinión
/ 2 octubre 2015

Las primeras luces públicas de gas que iluminaron las calles de la Ciudad de México impusieron sus destellos sobre la oscuridad a la mitad del Siglo 19, cuando Ignacio Comonfort las inauguró en 1857. Plateros y San Francisco (después Madero) fue la primera avenida iluminada por los mecheros de gas. Es posible imaginar las sombras que provocaban las débiles luces en las calles de Empedradillo, Coliseo, Palma, a los coches de alquiler rompiendo las tinieblas apenas disputadas a la oscuridad por los destellos del mechero.

En 1872, los habitantes de la Ciudad de México asistieron a la inauguración del alumbrado de gas en la Alameda Central; la perplejidad de esa mirada descubrió, en 1876, cuatro grandes candelabros de bronce que le quitaron al Zócalo el aspecto lóbrego de sus noches.

México salía de las tinieblas, al menos en un sentido figurado, cuarenta años después de que las grandes ciudades se iluminaban: la luz de gas llegó a Londres en 1807, a Baltimore en 1816, a París en 1819, a Berlín en 1816.

Aunque iluminar la ciudad con electricidad fue uno de los grandes triunfos del porfiriato, la oscuridad dominaba aún a la luz artificial. En la década de los años ochenta del siglo XIX, se creó la Inspección del Alumbrado Público. En 1890, la ciudad contaba con 300 luces de arco voltáico de dos mil velas de luz cada uno. Al cambiar el siglo, en las calles de la ciudad de México se combinaban como en tantas otras cosas varios tiempos: el arco voltáico, la lámpara de aceite, la de trementina y el mechero de gas.

Los atardeceres transparentes de la ciudad eran la puerta de entrada al mundo de las sombras, el delito, la prostitución, el secreto, la vida prohibida. Cuando el Siglo 20 despuntaba, las calles de la ciudad, en la noche, pertenecían a las tinieblas, a las leyendas de la Colonia, al territorio de fantasmas, al Gobierno de las almas en pena.

Los escritores hicieron de la noche un gran acontecimiento en sus viajes nocturnos por las calles de la ciudad. Conquistaron las sombras y se instalaron en los interiores porfirianos, en el gabinete, en el bar, en el burdel. El arco voltáico y sus sombras produjeron imágenes delirantes, un vasto sueño porfiriano que agobió a los modernistas en la ciudad de principios de Siglo 19. A partir de entonces nadie volvió a mirarse de la misma forma en los espejos nocturnos.

Perseguir a la noche se convirtió en un modo radical de fundar un espacio privado; soñar, desprenderse de la sanción moral de los tiempos de don Porfirio. Mientras el gobierno de Díaz iluminaba la noche, los escritores hacían de las sombras un refugio para lo exótico y lo decadente. Unidos por el gusto de la cultura francesa, los escritores de Revista Moderna ardieron en los fuegos de la bohemia y el dandismo.

Lo fugitivo y lo transitorio eran la noche y el modernismo; lo eterno, la figura inamovible de Porfirio Díaz. Cuando el periodismo industrial expulsó a los escritores de las páginas de los diarios, algunos de estos porfirianos se reunieron alrededor de una aventura tan incierta como los sueños: Revista Moderna (1898-1903). Eran devotos de la noche, cultivaban un aire oscuro, peligroso, destinado a la fatalidad. Coleccionaban objetos orientales y tenían debilidad por civilizaciones que imaginaban perdidas.

Esos escritores, periodistas y habitantes de la noche organizaban en la oscuridad de sus gabinetes orgías que habrían querido satánicas. Se torturaban por adquirir la palidez del rostro, los ojos desorbitados, inventaban sueños de ajenjo, defendían la libertad de la noche, el callejón de las putas, los interiores libres de las casas de verano en Xochimilco. En sus sueños diurnos eran decadentes rumbo a Tlalpan, donde organizaban faunalias, grandes fiestas de sátiros y ninfas. Creían, además, que la locura era la esencia del arte. Crearon un mundo privado que se convirtió en la más larga noche que recuerde el periodismo mexicano. En buena parte, esto es lo que algunos han llamado modernismo, otros decadentismo, unos más, estética de fin de siglo. De esto hablamos cuando hablamos de las primeras luces de la ciudad.

Infaltables para una crónica de la luz en la ciudad de México:

Lilian Briseño: Candil de la calle, oscuridad de su casa. La iluminación en la Ciudad de México durante el porfiriato. Miguel Angel Porrúa-Tecnológico de Monterrey. México, 2008. Emilio Carranza Castellanos: Crónica del alumbrado de la Ciudad de México. México, 1984.

Twitter: @RPérezGay

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