El debate faltante

Opinión
/ 2 octubre 2015

La buena noticia del debate del lunes en la noche sobre política exterior fue que Mitt Romney y el presidente Barack Obama básicamente estuvieron de acuerdo en casi todos los temas que discutieron.

Esa es también la mala noticia.

Su acuerdo fue bueno porque significa que los espectadores salieron de ahí con un sentido inesperadamente preciso de la profunda continuidad de la política exterior de Estados Unidos. El gran secreto del enfoque del gobierno de Obama respecto de la seguridad nacional, que ninguno de los partidos ha tenido una fuerte iniciativa de admitir, es que las políticas del primer mandato del Presidente han sido básicamente la continuación de las establecidas por George W. Bush en su segundo mandato, cuando el maximalismo del vicepresidente Dick Cheney en la era inmediatamente posterior a los atentados de 2001 se atemperó con cierta dosis de pragmatismo.

Obama basó su campaña de 2008 en la crítica a todo el historial de Bush, en su primero y segundo mandatos por igual. Pero el Presidente ha gobernado básicamente -a veces por decisión, a veces por necesidad- como administrador de los poderes que Bush se atribuyó y en la arquitectura de la guerra contra el terrorismo que él estableció. En las decisiones más importantes de su Presidencia respecto del uso de la fuerza en el extranjero -el reforzamiento de tropas en Afganistán, la intervención en Libia, la campaña magnificada con aviones no tripulados en Afganistán y Pakistán (y la lista de personajes a eliminar que la acompaña), la luz verde para el asalto en el que liquidaron a Osama bin Laden-, Obama se ha inclinado más al lado de los "halcones" y ha ampliado su autoridad ejecutiva.

En la campaña de 2012, Romney ha hablado muchas veces como si no existieran esos antecedentes belicosos, pintando al presidente como una blanca paloma que aprovecha toda oportunidad para apaciguar. Pero una mirada más atenta descubriría que Romney en el gobierno también prometería más continuidad que cambio. En los temas que se han llevado los titulares de la temporada -desde la Primavera Arabe hasta la guerra civil en Siria, del programa nuclear de Irán a la inminente retirada estadounidense de Afganistán-, Romney ha atacado al presidente en términos generales, y se ha mantenido vago respecto de lo que él mismo hubiera hecho en su lugar.

La estrategia de Romney en Boca Raton, orientada al consenso, claramente estuvo destinada a distanciarse de su neoconservadurismo afilado y militarizado que a veces evoca su retórica (y su lista de asesores). Pero el consenso Bush-Obama que adoptó ya ha marginado a muchos otros grupos e ideas.

Yo concuerdo lo suficiente con este consenso para estar contento por la forma en que restringe a nuestros dirigentes. Me da gusto que Obama haya resultado más despiadado en su enfoque al terrorismo de lo que muchos esperaban. Y me complace que Romney no haya aprovechado el debate del lunes para prometer otro reforzamiento de tropas en Afganistán o una fuerza expedicionaria en Siria.

Pero es un consenso que le otorga facultades extraordinarios al ocupante de la Oficina Oval; facultades que se han ampliado con Obama como se ampliaron con Bush y que probablemente también se ampliarían si llegara a darse un gobierno de Romney.

Cada cuatro años, los estadounidenses tenemos una importante oportunidad de debatir sobre la forma en que se están ejecutando esas facultades: si se hace con prudencia, con efectividad y, también, dentro de la Constitución. Ese debate no ocurrió el lunes. Y apenas ha ocurrido en la temporada de campaña. Y sea quien fuera quien gane en noviembre, habrá un precio que tendrá que pagarse, en vidas o libertades perdidas, por el hecho de que el candidato de ninguno de los dos partidos quiso que tuviera lugar.

Ross Dothat

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