La quinta ciencia
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Transcurrieron mi infancia y adolescencia entre dos queridos personajes poseedores de dones maravillosos, tal vez complementarios ora competidores. Una, mi abuela Doña Lupe Ramos, entrenada por ancestral tradición en el arte de los remedios caseros y las curas de empacho; el otro, un vecino por entre la calle de General Cepeda por ahí donde terminaba la calle de Aldama, en el centro del Saltillo, Don Trigio Rodríguez, zapatero de oficio, componedor de huesos y dolencias o sobador, pues, para acabar el cuento.
De acuerdo al diccionario de tradiciones y oficios: "el sobador es distinguido por su destreza en la aplicación de sobadas para afecciones músculo-esqueléticas, y tratamientos que requieren de maniobras destinadas a acomodar órganos o partes del cuerpo que se encuentran fuera de su lugar. Es así que sus servicios son solicitados para la atención de aflojada de cintura, relajadas, zafaduras, torceduras, calambres, venas y tendones lastimados".
La jornada con Doña Lupe inició temprano y en ayunas, según orden estricta de no ingerir nada desde la noche anterior. El dolor iniciaba en el estómago y terminaba en el intestino, que se sentía duro, acompañado de espasmos y hasta fiebre. El diagnóstico del empacho fue contundente y la cura moraba en las pequeñísimas y hermosas manos de mi abuela, la sanadora.
En la cama y boca arriba, me despojé de la camisa y baje mi pantalón a la altura de la cadera, a fin de iniciar el rito de sobar el intestino en su dirección natural hacia ambos lados por cerca de 15 minutos -ya está mijo-, ahora la vuelta.
De espaldas, el remedio constaba de pequeños golpes entre la espalda media y baja, para después rematar con el estiramiento de la piel que circunda la columna; si se escuchaba un tronido, terminaba el empacho. Los franceses tienen un término más elegante: constipation!
Continúa el diccionario ya citado: "Es difícil establecer una clara distinción entre el sobador y el huesero, en razón de la similitud de sus funciones, técnicas y recursos terapéuticos; es por eso que se identifican como sinónimos en algunas regiones del País. La distribución de estos especialistas es constante en toda la República Mexicana, tanto en áreas rurales como urbanas; algunos sobadores llegan a ser tan famosos que acuden a ellos enfermos de todos los estratos sociales."
Sirve el preámbulo para entrar al tema de Don Trigio Rodríguez, personaje de la ciudad con quien acudía lo mismo para el remiendo del calzado, como para esa ciencia oculta del acomodo de huesos y desaparicion de dolencias.
Su método era la observación, más que atender la narración del afectado y entonces, de la nada, venia el tirón sorpresivo para acomodar el hueso y aliviar la lesión, no sin antes escuchar los hayes de dolor, referidos al descuido y no al al remedio.
Lo mismo adultos que niños, los había beisbolistas, luchadores y otras especies, acudían con Trigio el zapatero, para buscar el alivio y la plática provechosa y agradable del esposo de Toña. Mi recuerdo se aclara en aquel pequeño espacio de la enorme casa de la Tía Cata, que era territorio del sobador, sus herramientas y también sus sueños.
En el Saltillo de antes, y sobre todo en los barrios, era común el acudir al sobador y a la partera, otras variedades fueron las matronas entrenadas en el arte de dar masajes a fin de "acomodar" al feto en el vientre de las embarazadas, el refajo de las paridas (para cuyo ejercicio se utilizaban hierbas serenadas en alcohol como ungüento y después el vendaje).
Llamadas de forma urgente para el arte de levantar la "mollera" a los recién nacidos, es decir la depresión de la fontanela anteriory la dislocación de la bóveda palatina, acompañada de diarrea, vómito, calentura y debilidad.
La curación era un ceremonial de cuatro pasos: se colocaba un emplasto en la depresión del cráneo (en el que se mezclaba tomate asado, clara de huevo con azúcar, rodajas de cebolla y alcohol); se empujaba el paladar hacia arriba; se tomaba al niño de los tobillos, se le volteaba cabeza hacia abajo y se le daban palmadas en la planta de los pies y finalmente, se succionaba la "mollera" sumida.
La narración la debo a Mariquita, tal vez la última sobreviviente del arte de enderezar molleras en sus casi 90 años y varias generaciones de aliviados.
La quiropráctica acudió al concierto a fin de dotar de algo de conocimiento académico al antiguo arte descrito de enderezar huesos y solucionar dolencias.
Varios de ellos se situaron en la zona centro de la ciudad y así se cambiaron las antiguas formas de atender en la casa del sobador (que en mi caso era más placentera, porque al ir con Trigio de pasada me recetaba un par de tortillas de harina hechas por Toñita a docenas) o la visita domiciliaria, por la del consultorio dotado de uno o dos aparatos y camas de masaje, en la que igual surgían los hayes del dolor por los tronidos y estirones.
El señor Gámez por la calle de Matamoros, el doctor Peña por Pérez Treviño o el señor Alvarado por Acuña bajando Corona, reemplazaron al sobador de Muelles Coahuila, que atendía de noche porque al mismo tiempo era velador de la mencionada fábrica o al famoso Firpo de la sociedad Manuel Acuña.
Nunca entendí por qué el doctor Peña llama a la disciplina de la quiropráctica "La Quinta Ciencia" y menos insistí en la explicación, ya que siempre la cambié por la sensación de alivio ante los innumerables torticolis de las que me sanó en mi tierra.
Recordé una décima veracruzana: "Cuando la muerte se inclina a llevarse a los mortales/a llevarse a los mortales, cuando la muerte se inclina/no sirve la medicina, ni vidas artificiales/sólo con la tierra encima, se acaban todos los males", y también en esta entrega que rindo a Don Jesús y Doña Lupe, Doña Toña y Trigio, el zapatero.