En los ojos de Santa Lucía

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Hay jardines en México a los que voy como se va a un santuario. La Alameda de mi ciudad es uno de ellos, el primero y el más querido, desde luego. Sus benévolas sombras fueron campo de mis encuentros primerizos con eso que don Federico Gamboa, autor de Santa, llamaba con púdico eufemismo la dulce pasta, la carne femenina. Por eso he dicho que si esa Alameda pudiera hablar ¡cuántas cosas callaría!
También la alameda de Monterrey me dice algo. Frente a ella estaba aquel Café Lisboa -¿existe todavía?- de novedosas citas forasteras sobresaltadas por el temor de que llegaran el tío Refugio y la tía Conchita, que vivían a cuatro cuadras, por Modesto, y merendaban ahí volcanes y café con leche. Ellos no aprobaban amores que no hubiesen sido sancionados por las dos familias y no tendieran a fundar otra, y aquellos eran romances que duraban la eternidad de una sola noche.
La Alameda de la Ciudad de México es otro sitio de recuerdos. De ella arrancaba la Avenida Hidalgo, con sus insignes librerías de viejo. Enfrente está El Hórreo, benemérito restorán español con ínclita cantina donde se hablaba de toros, de política y de futbol con acento en la u. Cerca, el Trevi, lugar de cierta nota donde las niñas se dejaban invitar. Tú tomabas café (eras intelectual), y ellas malteadas de vainilla que saboreabas en secreto a pesar tuyo (eras intelectual).
En Guanajuato capital está el parque Florencio Antillón, por el camino a la presa de La Olla. Ahí pidió que lo enterraran Jorge Ibargüengoitia. Sus andadores parecen escenografía de una obra de los Álvarez Quintero. Vecino está el templo de La Asunción, cuyas esquilas tienen voz de novicia teresiana. Con ellas me despierto muy temprano âhe dejado abierta la ventana de mi cuarto en Las Acacias para que entren las campanas-, y después de tomar un café en la cocina del hotel, pues todavía no se abre el comedor, salgo a caminar por ese parque, de los muy pocos que aún quedan en el país que permiten a este escritor arcaizante que soy yo usar un adjetivo ya olvidado: recoleto.
Luego, en Morelia, me llama la plazuela de Las Rosas, frente al conservatorio de don Miguel Bernal Jiménez. En su memoria voy en peregrinación ahí. Me acompañan el espíritu de ese músico santo y los de Tata Vasco y don Miguel de Cervantes, cuyos bustos exornan y prestigian el entrañable paseo.
En Veracruz voy a la plaza, y en Oaxaca al zócalo. Una y otro tienen portales para beber y para ver. En el Puerto se oye el danzón; en la Antigua Antequera la marimba. Allá tomas café de Coatepec, y acá chocolate de El Marqués. O, si prefieres mayor intensidad, en Veracruz bebes ron, destilado de la piratería, y en Oaxaca apuras con apuros recio mezcal que sabe a tierra, materia de la que estamos hechos.
Mérida tiene el jardín de Santa Lucía. ¡En sus ojos me viera cada día! Me veré mañana, si Dios quiere, pues larga va siendo ya esta caminata.
(Seguirá).