La Orgía de Jorge Oyervides

Opinión
/ 20 septiembre 2014

La adaptación de una ficción literaria al teatro tiene sus bemoles y sus intríngulis. Hay adaptaciones para la televisión, el cine, la ópera, la danza, el video, y cada una de estas expresiones estéticas ofrece distintas posibilidades y desafíos.

No es igual, parece obvio, trasladar un texto narrativo a otro idioma artístico -como el cine, por ejemplo- que traducir una obra de teatro al teatro mismo. Esto es lo que hace el actor-adaptador Jorge Oyervides con La Orgía, del dramaturgo, ensayista y pintor colombiano Enrique Buenaventura (1924-2003), quien con esta obra cimbró el teatro latinoamericano en los años sesenta y que el actor saltillense transforma en El Mudo, montaje que ahora representa, a manera de monólogo, dirigido por Alida Hernández, en el Rincón del Teatro.

El actor convierte un texto dramático donde intervienen seis personajes -incluyendo a uno mudo- en un espectáculo unipersonal, uno en el que el intérprete ha seleccionado partes de la obra original y las ha acomodado de tal manera que él solo, valiéndose de ciertos recursos, representa: la historia que Buenaventura nos cuenta en La Orgía.

Me parece que fue Truman Capote quien aseguró haber descubierto algunos trucos que Henry James introdujo en una de sus novelas, luego de que el autor de A sangre fría hiciera una adaptación de aquella novela para el cine. Y Truman lo dijo porque para realizar dicha adaptación había tenido que leer una y otra vez el texto de James, desentrañar su composición, examinar puntillosamente su arquitectura.

No hay otra manera de llevar a cabo una adaptación, incluso si la obra de la que se parte se rebela contra el esquema convencional digamos aristotélico. ¿Es éste el caso de La Orgía? No del todo. Buenaventura era un escritor comprometido, en el sentido político de la palabra. Uno de sus autores tutelares era Bertolt Brecht, el creador del teatro épico. Y Brecht es, con algunos otros, un liberador del drama contemporáneo. Un liberador radical fue otro alemán, Heiner Müller, cuyas obras no respetan ya ninguna regla de las tres unidades, ni el esquema de planteamiento, desarrollo, nudo, clímax y desenlace, con otros rasgos complementarios, como peripecia, segundo clímax, subtrama y algunos más. Recuérdese Hamletmachine (1979).

La Orgía cuenta la historia de un rito: cada treinta días una extraña vieja rica conmemora su pasado y para ello invita a varios personajes igualmente grotescos, aunque pobres. Como todos, este rito es cíclico y mantiene rasgos de todo tipo: eróticos, incestuosos, ideológicos, metafísicos, antropofágicos. Una alegoría grotesca, eso es La Orgía: un auto sacramental al revés en cuyo desarrollo se revela una parte del lacerado rostro del pueblo latinoamericano y de la humanidad.

La poética del esperpento de Valle-Inclán y la teoría brechtiana del distanciamiento -¿Quiénes son ellos? / Calla. Ellos son el público- permean esta obra en un acto del autor de En la diestra de Dios Padre (1958) y Un réquiem por el Padre Las Casas (1963), dramas surgidos de la experimentación colectiva y de la necesidad del autor por mostrar la realidad social de su momento colombiano y del nuestro. Grotesco y distanciamiento: una combinación que otros dramaturgos han puesto a prueba pero que, al menos en América Latina, Buenaventura lleva a un nivel de calidad que nada tiene que ver con el panfleto.

El método de creación colectiva, por el que tanto abogara el brasileño Augusto Boal (1931-2009: Teatro del Oprimido), descansa sobre todo en la improvisación de los actores. Ellos recogen o inventan anécdotas, las desarrollan en el espacio escénico, las enriquecen, las pulen Así, la noción de autor desaparece relativamente. Esta forma de trabajo y la investigación que supone sostuvieron la metodología que empleó Buenaventura y en virtud de la cual escribió muchas de sus obras.

Es posible que la única debilidad del montaje de El Mudo, de Jorge Oyervides y Alida Hernández, se deba, precisamente, a la tarea de adaptación. Sin ningún afán de pedantería, me parece que la idea de deconstrucción de Derrida pudo ser útil en este caso. Y para decirlo sin alambicamientos intelectuales: la sustancia del texto del autor colombiano debió extraerse gracias a una lectura aún más acuciosa. Ir directamente a la médula y componer una versión propia y concisa, pero sin atomizar el original: ése era el desafío que la adaptación dejó un tanto abocetado.

Sin embargo, la interpretación de Jorge Oyervides, un actor indiscutiblemente vigoroso y completo, sostiene ese desequilibrio. Bien puede Coahuila congratularse de tener entre sus nuevas generaciones de jóvenes teatristas a un actor como él, que trabaja con intensidad y gran talento lo mismo frente a un público de diez personas que ante un teatro lleno; y sin caer en el hoyo sin fondo del divismo. Justo porque un artista como Jorge Oyervides lo merece, he roto mi modesta promesa de no entrometerme más con el teatro que se hace en la ciudad.


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