A propósito de una Constitución para la Tierra
El 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente y la redacción de esta nota me ha recordado el proyecto internacional basado en la necesidad de configurar una Carta o Constitución para la Tierra que implique un verdadero compromiso de los Estados a nivel mundial. Este movimiento, liderado por el jurista Luigi Ferrajoli y mi maestro José Antonio García Amado, consiste en constitucionalizar, y a la vez internacionalizar, un sistema de protección eficaz para el medio ambiente, necesidad que se hace cada vez más urgente.
Sin embargo, en este proceso en ciernes se plantean algunas cuestiones que creo importantes para la reflexión, y más desde la perspectiva internacionalista del Derecho, pues éste no es el primer intento de desarrollar un sistema de protección que tenga como objeto trascender las fronteras competenciales del Estado. Ya desde los años sesenta del siglo 20, se han sucedido movimientos transdisciplinarios con este mismo fin: el educador Fritz Jahr, el oncólogo Van Rensselaer Potter o el oceanógrafo francés Jacques Cousteau, entre otros muchos científicos, han abordado este reto desde diversas disciplinas y perspectivas, incluso a partir de los derechos de las generaciones futuras.
TE PUEDE INTERESAR: La diversidad cultural en México: una fiesta de la humanidad
En mi caso, después de años trabajando a pie de campo el tema de la relación medio ambiente con el ser humano, no solamente desde la perspectiva teórico-jurídica, sino también desde una visión antropológica y sociológica más práctica en España, Ecuador y México –aunado a años de reflexión–, el elemento que considero fundamental para la discusión expuesta parte de un conflicto: o bien la Naturaleza es una “cosa” que pertenece al ser humano, o bien el ser humano “es una parte más” de la Naturaleza. Esto es: si seguimos viendo a la Naturaleza como un elemento de nuestro patrimonio, pudiéndola destruir, o no a nuestro antojo, sin responsabilidad alguna (como los romanos tenían el poder para matar a sus esclavos) o, por el contrario, si determinamos que somos parte de la Naturaleza y, por tanto, dañarla nos daña a nosotros proporcionalmente porque somos elementos de un ecosistema que sustenta nuestra permanencia como especie.
Sin duda, la perspectiva romanista de la cual heredamos el vocablo latino res (cosa) nos provee de un abanico de posibilidades de catalogación, estos son: res publica, res communes o incluso, en el latín clásico tardío, res communes omnium. Sin embargo, a pesar de lo apasionante de estas categorías, la determinación de cosa va unido a aquello que puede satisfacer necesidades vitales de la persona, es decir, un bien que implica propiedad y un posicionamiento jerárquico del ser humano sobre la Naturaleza. Ante esta cuestión, surge la pregunta de si la consideración de la Naturaleza como res es óptima para limitar la arbitrariedad humana sobre los recursos naturales.
Para ahondar en una respuesta, permítanme una analogía con el reconocimiento de los derechos humanos a partir de una pregunta: ¿se hubiera conseguido una evolución en los derechos humanos del vasallaje hacia el reconocimiento jurídico de la dignidad humana sin la ponderación ontológica del concepto de persona? Es decir, la limitación a la arbitrariedad del poder del Estado, lograda a partir de hierro y sangre, se sustentó en el valor de la dignidad humana, el cual es considerado muy superior al beneficio de las mayorías, de ahí la justificación del principio contra mayoritario.
TE PUEDE INTERESAR: En busca de la protección de las familias en un mundo cambiante
La respuesta es clara cuando se ponen en la mesa de discusión los efectos de la desertización por deforestación, el cambio climático, la contaminación de los elementos por materiales pesados, los herbicidas y otros químicos presentes en las capas freáticas, sin olvidar a las personas que padecen hambre tratando de extraer alimento a páramos yermos.
Ante estas dudas, quizá la clave esté en dejar de intentar calzar a la fuerza la protección de la Naturaleza en categorías que se crearon para lo contrario, esto es, repartirse los beneficios de su explotación y proteger los derechos de propiedad sobre ésta. Así, el posicionamiento que debe primar se inclina hacia la protección del derecho del más débil, es decir, de aquellos que no se benefician de la res publica, los olvidados y desterrados, aquellos que vagamente se ven representados en las constituciones, pero cuyo futuro está intrínsecamente unido al futuro de la Madre Tierra, la Pachamama y el equilibrio que representa.
Todo ello nos transmite un cuestionamiento moral de fondo: ¿consentiremos en dejar nuestros privilegios a un lado para asumir cara a cara una transformación del sistema económico planetario hacia modelos verdaderamente sostenibles o dejaremos la incertidumbre y el riesgo a las generaciones, ya no tan futuras?
La autora es Investigadora de la Academia Interamericana de Derechos Humanos
Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH