Alcohol y volante: no debe haber tolerancia
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Conducir bajo los influjos del alcohol, está sobradamente demostrado, implica un riesgo importante para quien conduce y para el resto de las personas con las cuales se cruce en el camino. Por ello, la tolerancia a esta conducta debe ser absolutamente cero.
No se trata de prohibir a nadie que consuma alcohol en la cantidad que lo desee, incluso si eso es claramente no recomendable. De lo que se trata es de garantizar la seguridad de quienes circulan por las calles y pueden ser víctimas de un accidente provocado por un conductor alcoholizado.
De acuerdo con un estudio del Instituto Nacional de Salud Pública, una de cada cinco muertes en accidentes de tránsito que ocurren en México podría evitarse si se elimina la conducción de vehículos bajo los efectos del alcohol y un número importante de lesiones, que dejan secuelas permanentes en las víctimas, también podrían no ocurrir.
No estamos ante un hecho anecdótico ni frente a un asunto menor. Que las personas conduzcan alcoholizadas representa un riesgo real y las autoridades están obligadas a actuar ante tales circunstancias.
El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, relativo al próximo endurecimiento de las reglas públicas respecto de los límites tolerados de alcohol en la sangre en conductores, derivadas de las reformas que hoy se discuten en el Congreso del Estado a las leyes de Transporte y Movilidad Sustentable y de Tránsito y Transporte locales.
Las reglas propuestas implican, en términos generales, que prácticamente no se podría ingerir ninguna cantidad de alcohol y conducir un vehículo, so pena de hacerse acreedor a un arresto y multa, dependiendo de la complexión, el peso y la resistencia al alcohol de cada persona.
El tema parece polémico en primera instancia e incluso habrá quien diga que atenta contra la libertad personal. Pero se trata de un argumento falaz porque no estamos hablando de prohibir el consumo de bebidas alcohólicas, sino de restringir la posibilidad de conducir un vehículo una vez que se ha bebido.
Llegados a este punto ya no estamos hablando de libertades individuales, sino de la seguridad colectiva y ahí sí que el Estado tiene una responsabilidad que puede −y debe− traducirse en reglas estrictas como las que se han propuesto.
Nadie tiene derecho a poner en riesgo la seguridad de terceras personas y allí no puede haber fisuras en la discusión. Y un conductor alcoholizado, en el grado que sea, constituye un riesgo para los demás. No vale aquí, bajo ninguna lógica, el “yo manejo muy bien aunque traiga unas copas encima”.
Frente a la argumentación de cualquier persona que se opone al establecimiento de reglas severas en contra de la conducción bajo el influjo del alcohol basta oponer las historias de las miles de familias que han perdido uno o más de sus integrantes a causa de un accidente automovilístico provocado por un conductor ebrio.
Habrá pues que mudar de paradigmas y asumir la realidad: si queremos una comunidad más segura, una de las rutas es adoptar la cultura de cero tolerancia hacia los conductores alcoholizados.