AMLO: ¿no más abrazos con el narco?
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Después de 1 mil 496 días de sostener la política de “abrazos, no balazos”, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador desplegó un operativo mediante el cual, al menos en apariencia, se registra un punto de inflexión en su actitud hacia los grupos criminales, concretamente hacia el grupo conocido como el Cártel de Sinaloa.
El saldo del operativo es de sobra conocido: Ovidio, uno de los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán y quien presuntamente heredó la jerarquía de su organización delincuencial, fue arrestado y conducido a una celda del penal federal “El Altiplano”, en el Estado de México. A diferencia de lo ocurrido hace poco más de tres años, esta vez el operativo fue exitoso.
Lo ocurrido a partir del arresto de Guzmán López, sin embargo, debe llamarnos a reflexión, pues retrata la magnitud del poder construido por la delincuencia, el cual le permite desafiar al Estado como si se tratara de dos fuerza simétricas.
El infierno desatado por un número de horas difícil de precisar, en Culiacán y otras ciudades de Sinaloa, así como la respuesta institucional frente al estado de cosas evidencia el fracaso de las políticas instrumentadas desde todos los órdenes de gobierno para garantizar la prevalencia del imperio de la ley.
No es, resulta de elemental honestidad intelectual decirlo, solo responsabilidad de la actual administración: estamos ante la prueba irrefutable de la incapacidad de sucesivos gobiernos para construir una red de instituciones capaces de sobreponerse a los intereses criminales.
Sin embargo, resulta igualmente obligado señalar cómo este gobierno, el de López Obrador, llegó al poder afirmando tener una respuesta eficaz para pacificar al país. Y era una respuesta eficaz, se ha repetido hasta la saciedad, por ser distinta, por atender a las causas del problema y no solo a sus consecuencias.
Becas para alentar a los niños y jóvenes a seguir estudiando; apoyos económicos para sustraer a los campesinos de la tentación de los cultivos ilícitos; proyectos de infraestructura para mejorar la competitividad de las comunidades y, sobre todo, una disminución prácticamente total del uso de la fuerza en contra de los grupos criminales.
Más de cuatro años después de sostener la “estrategia alternativa” vino el golpe de timón: recurriendo al uso legítimo de la fuerza -como debe ocurrir en una sociedad democrática- el Gobierno de López Obrador implementó un operativo para poner tras las rejas a Ovidio Guzmán. Lo consiguió.
Se demostró eficacia pero no eficiencia y es muy pronto para asegurar la identificación de un saldo de efectividad en el corto y mediano plazos. ¿Cuál es la razón de esta afirmación? Me explico.
La eficacia consiste en lograr un objetivo, en este caso el arresto del líder criminal cuya captura se perseguía. La eficiencia, en cambio, consiste en lograr tal objetivo con el menor uso de recursos posible y eso no ocurrió, pues el costo de la captura fue altísimo en múltiples dimensiones de las cuales nos ocuparemos en detalle en otra colaboración, pero están a la vista. Baste como ejemplo por ahora, la muerte de 10 elementos castrenses.
Finalmente está la efectividad, término empleado para identificar el logro de objetivos ulteriores como serían, en este caso, la desactivación de la organización criminal encabezada por Guzmán López. Para lograr esto último un requisito indispensable es el fin de la política de abrazos con el crimen organizado y el sostenimiento de la actitud mostrada con la captura de Ovidio.
No encuentro ningún elemento, al menos en el discurso oficial, apuntando en esa dirección pero eso, creo, lo tendremos más claro tras concluir la visita de Joe Biden a México, la próxima semana. Me encantará reconocer mi error de apreciación.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx