AMLO: un viaje de ida y de regreso en el poder
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John Ronald Reuel Tolkien (mejor conocido como J.R.R. Tolkien) consagró su vida a construir el universo literario de la Tierra Media, donde se desarrolla la saga de “El Señor de los Anillos”.
Leí sólo el primer libro y dije ¡suficiente! ¡Basta de poemas, canciones y páginas y páginas de prosa descriptiva! Me quedo con las películas que, además de ser un logro en sí mismas, son muy fieles al espíritu y la intención del autor.
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De tanto en tanto, otros desadaptados y quien esto escribe nos organizamos para un maratón de 12 horas de esta epopeya fílmica que, con el paso de los años, se ha convertido en una de mis obras imprescindibles.
Desde luego que la producción, así como sus valores artísticos y narrativos forman parte de su encanto; pero lo que realmente nos toca, lo que nos llega a cautivar de verdad es el conmovedor significado que toda esta mitología encierra.
¿Qué representa el anillo? Pues el poder mismo, así sin más. De hecho se llama Anillo de Poder o Anillo Único y es que, aunque en efecto confiere un enorme poderío a su portador y hay quienes lo han querido usar con las mejores intenciones, inevitablemente termina mermando el juicio y carcomiendo la voluntad de quienes lo poseen.
El poder corrompe y, como reza el “dictum de Acton”: El poder absoluto corrompe absolutamente. Y sucede que ese es precisamente el tipo de poder que el Anillo Único otorga: Absoluto, ilimitado, de manera que es imposible de ejercer, pues el Anillo termina controlando a su dueño en turno.
Cuando el Consejo de Elrond, conformado por representantes de los pueblos libres de la Tierra Media, decidió que el Anillo no puede ni siquiera ser usado como arma defensiva y que lo único viable es tratar de destruirlo, resultó que el mejor candidato para llevarlo al Orodruin o Monte del Destino era el personaje más modesto de todos los involucrados: Frodo Bolsón.
Resulta que los hombres (como Aragorn y Boromir), con sus sueños de grandeza y su orgullo, son fácilmente corrompibles; incluso los sabios magos como Gandalf y los elfos como Légolas, no están exentos de ser seducidos por el poder; y los enanos como Gimli... Bueno, los enanos no son muy listos.
Pero los hobbits son tan básicos en sus aspiraciones, tan simples en sus anhelos: (buena comida, buena cama, mucha cerveza y algo de tabaco, nada de andar ambicionando un reino para gobernarlo por cien años) que resisten mejor a la oscura seducción del Anillo Único.
Sin embargo, al cabo de tres películas cargando ese objeto maldito, hasta Frodo comienza a enloquecer. El anillo le habla, le cuenta de todas las cosas que están a su alcance con tan sólo desearlas y de lo importante que se ha vuelto desde que posee eso que Gollum llamaba “el precioso”.
Tolkien nos está diciendo que hasta el alma más pura, el corazón más noble sólo se resiste por un determinado periodo. Es sólo cuestión de tiempo para que hasta el espíritu más puro sucumba ante los peligrosos encantos de un poder irrestricto.
La gran pregunta es si aquel AMLO candidato, noble, sensible, empático, humano y comprometido con las causas más justas cayó presa del delirio que provoca ser portador del Anillo Único.
La pregunta −conste− es sólo para quienes percibieron dicha transformación: De un luchador de elevados ideales sociales a ese pinche Gollum, colérico, envilecido, desconfiado, perverso, maligno y traidor que la Presidencia nos está devolviendo al cabo de seis años.
Para quienes todavía lo ven como un prócer, como un hombre bueno, recto y decente, felicidades, pero ¡sáquese de aquí! Que estas reflexiones son para quienes sí se dieron cuenta de la verdadera transformación del sexenio.
¿Por qué el activista número uno en contra de la militarización terminó dándole a las Fuerzas Armadas más de lo que les entregó Calderón y todo lo que no les pudo entregar Enrique Peña? No sólo obras y bienes públicos para administrar y usufructuar, sino manga ancha para hacer y deshacer sin rendir cuentas a ninguna autoridad civil.
¿Por qué el aliado de los normalistas y de los padres de los mártires de Ayotzinapa les falló tan miserablemente, si estaba bien convencido de que a unos pocos días de iniciar su mandato el caso podía resolverse con su consecuente deslinde de responsabilidades para así acceder a un poco de justicia?
¿Por qué el candidato que durante 18 años enarboló la bandera de la honestidad otorgó más adjudicaciones directas que ningún otro presidente; consintió sobrecostos hasta del triple de lo estimado en todos sus elefantes blancos: y se reservó indefinidamente toda la información concerniente a las finanzas de dichos proyectos bajo la excusa de “seguridad nacional”?
¿Por qué el hombre que no estaba enloquecido con el poder elaboró un intrincado esquema de permanencia transexenal?
¿Por qué fustigó a sus huestes en contra de quienes siempre defendieron su voz en los espacios mediáticos como Aristegui, Trujillo, la revista Proceso?
¿Y por qué de amoroso con sus semejantes, atento con las minorías, empático con el sufrimiento y sensible con las víctimas de la injusticia, se volvió socarrón, majadero, cínico, siniestro, incordioso y hasta sordo con los reclamos más justos?
Claro, podríamos tratar de encuadrar la historia de Andrés Manuel como la de aquel humilde hobbit tabasqueño que, creyendo que con la ayuda del Anillo lograría lo que ningún otro gobernante pudo antes, terminó enloquecido y enfermo de poder, destruyéndolo todo.
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Eso sería, en el mejor de los casos, otorgándole un enorme beneficio de la duda y del principio de inocencia, suponiendo que jamás financió sus campañas con fondos ilícitos (aportaciones ilegales, dinero del narco); porque en dado caso ya habría llegado a la Presidencia con el corazón podrido.
Sea como sea, el daño está hecho y ya no hace mucha diferencia si se envileció en el trayecto o si ya nos llegó corrompido. El Anillo sigue su camino por cuenta propia, enloqueciendo a las personas que tienen la desventurada fortuna de portarlo y hasta hay de hecho una fila de orcos ansiosos de poseerlo.
Es inevitable que el Anillo continúe por ahora con su viaje, pasando de una mano a otra, y aunque nadie debe usarlo más tiempo del estipulado, porque puede provocar daños irreversibles, hay quienes jamás, jamás debieron portarlo ni un sólo instante.