Amor Chiquito (II)
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Ya sabemos por qué a este hombre le decían “El Amor Chiquito”. Estudiante de Ciencias Químicas, el maestro le preguntó en la clase el nombre de un cierto mineral llamado valentinita. Para ayudarlo a recordar le dijo que el nombre de ese mineral se parecía al de una canción mexicana muy famosa. Pensaba en “La Valentina”, pero el muchacho dijo el nombre de la canción de moda: “Amor Chiquito”. El mote se le quedó para la vida.
Amor Chiquito se enamoró de una tía política suya. Muy política era la tal tía, porque se dio buena maña para sacarlo de su casa, donde el marido de la mujer, tío carnal del estudiante, lo había recibido. Ahí, dije, empezó el calvario de Amor Chiquito. ¿Cómo volver a su pueblo así, fracasado? Buscó asilo con un amigo suyo, que lo admitió en su cuarto haciéndolo entrar en él secretamente para que no se enterara la señora de la casa de asistencia. Debía entrar el infeliz cuando la mujer ya estaba en brazos de Morfeo y de un señor al que recibía discretamente, y debía salir de la casa antes de que ella y el señor se despertaran.
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Un día el muchacho paseaba tristemente por la Alameda. Iba rumiando sus cavilaciones cuando una mujer madura se le acercó y entabló conversación con él. Lo invitó a tomar un refresco. Después lo llevó a su casa, y ahí lo sedujo. Al parecer a eso se dedicaba la señora: a buscar muchachos para saciar en ellos su otoñal pasión aún no amortecida. (Eso de la otoñal pasión aún no amortecida no es mío: lo saqué de una novela de Vargas Vila).
Él le contó sus cuitas, y la mujer le dio un poco de dinero. Volvieron a encontrarse dos o tres veces más −o cuatro, o cinco, o seis−, y un día la señora le sugirió que vivieran juntos. Él aceptó. Así pudo continuar sus estudios, aunque con dificultad, pues las demandas amorosas de la mujer eran considerables. Parece que con los años −y con la soledad− se les acrecen a algunas damas los deseos que en la juventud tuvieron que frenar.
Un día ella le dijo que necesitaba hablar con él. El Amor Chiquito se angustió: pensó que la señora lo iba a cambiar por otro, y que tendría que dejar la casa. No se trataba de eso, sino de todo lo contrario. La mujer le comentó que el vecindario murmuraba porque lo tenía en su casa; sus amigas le habían retirado ya el saludo, y no podía comulgar los primeros viernes, pues por su culpa estaba en pecado mortal. Reconocía que antes había tenido aventurillas, ciertamente, pero aquello era bien distinto. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La única solución era que se casaran.
Y ahí tienen ustedes al Amor Chiquito, sin cumplir todavía los 20 años y casado con una mujer 20 años mayor que él.
Y no paró ahí todo. Ya casada, a la mujer le dio por seguir yendo a la Alameda. El pobre Amor Chiquito debía encerrarse en su cuarto mientras la señora −su señora− se entretenía en el suyo con los mozalbetes que levantaba en el concurrido paseo popular.
Así las cosas, el Amor Chiquito decidió morirse. No se suicidó, no. Era demasiado tímido para eso. Sencillamente se dejó morir de depresión. Tenía 32 años. Su mujer lo llevó a enterrar en el panteón de San Esteban, y sólo dejó pasar una semana antes de regresar a la Alameda.
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Es todo lo que tengo que contar. Nadie se acuerda ya del Amor Chiquito. La historia me la narró su amigo, aquél que lo asiló en su cuarto cuando la tía −la infame tía− le dijo a su marido que su sobrino la veía por la cerradura de la puerta cuando se bañaba. Aquello era mentira. Pero en verdad eso no importa. Toda la vida del Amor Chiquito fue mentira. Quizá si no hubiera llevado ese risible apodo su vida habría sido otra. Algunos apodos joden mucho. A lo mejor ése de “el Amor Chiquito” fue lo que lo jodió. Pero quién sabe. En la vida hay muchas cosas que joden... FIN.