Amor Chiquito
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Este muchacho tenía un raro apodo: le decían “El amor chiquito”. Tan extraño mote se antoja peregrino, pero −como todas las cosas− tiene su explicación.
El chico estudiaba Ciencias Químicas. En una clase el maestro le pidió que dijera el nombre de cierto mineral cuyas características le dio. Ese tal mineral se llama valentinita, pero el estudiante no recordaba su denominación. Para ayudarlo le dijo el profesor:
-El nombre de ese mineral se parece al de una canción mexicana muy famosa.
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El maestro se refería, claro, a “La Valentina”, pero en ese tiempo la canción de moda era otra, y el estudiante respondió:
-¡Amor chiquito!
Desde entonces cargó con ese apodo, que llevó hasta el día de su muerte. Cuando ésta le llegó decían todos:
-¿Supiste que murió el Amor Chiquito?
Ya nadie lo conocía por su nombre. Yo mismo no lo sé. Amor Chiquito fue cuando tenía 18 años, y Amor Chiquito fue cuando murió a los 32.
Voy a contar su historia, que es una historia triste. Cuando era joven el Amor Chiquito se enamoró de una mujer casada. Esa mujer no era cualquier mujer: era la esposa de un tío suyo, en cuya casa vivía él, pues no era de aquí. ¡Cómo sufría el Amor Chiquito por su amor! Algunas noches le ocurría pasar frente a la puerta del cuarto donde dormían los esposos, y se daba cuenta de que no estaban dormidos. Entonces tampoco él podía dormir.
Un amor secreto es una carga muy pesada. Para llevarla se necesita un corazón capaz de llevar lo que un tráiler de 35 toneladas. El Arcipreste de Hita escribió que con razón la gente dice que el amor es ciego: porque del mismo modo que los ciegos de su tiempo daban grandes voces para pedir limosna, también el que ama proclama a gritos, aunque calle, el sentimiento de su corazón. Afirma un proverbio de pueblo que hay tres cosas que no se pueden ocultar: el amor, el dinero y lo pendejo.
No tardó la señora tía, claro, en darse cuenta de la pasión que había inspirado en su sobrino. Eso la halagó. Una mujer siempre se siente halagada cuando sabe que un hombre se ha enamorado de ella, aunque ese hombre sea Quasimodo. En este caso, sin embargo, había un elemento de orden práctico. La señora debía levantarse muy temprano para despachar al muchacho a la escuela; y luego tenía que tenderle la cama, arreglarle el cuarto, darle de comer, lavarle y plancharle la ropa, y todo lo demás. Ella nunca estuvo de acuerdo en recibir al muchacho en su casa. Si lo aceptó fue porque su marido quiso ayudar al hijo de su hermana, y en ese tiempo −de esto que digo hace muchos, muchos años− las esposas hacían lo que sus maridos les mandaban.
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La tía vio en la pasión que había despertado en el sobrino una buena ocasión para librarse de él. Un día, pues, le dijo a su marido que el muchacho la miraba con ojos amorosos, lo cual era muy cierto, y que una vez lo había sorprendido viéndola por la cerradura del baño cuando ella se estaba bañando, lo cual era muy falso. Al regresar esa tarde el Amor Chiquito de la escuela halló todas sus cosas −su veliz con su ropa; sus libros; su lámpara de estudio; todo− afuera de la casa, en la banqueta. Sus tíos ni siquiera abrieron la puerta para explicarle aquello.
Comenzó entonces el calvario de Amor Chiquito. Un calvario es siempre respetable, sea quien sea el que lo sufre, aunque se llame Amor Chiquito. En consideración a ese respeto dedicaré otro artículo al calvario del Amor Chiquito.
(Seguirá).