Anarquía

Opinión
/ 27 noviembre 2022
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La destrucción del mundo, logro de la nauseabunda camada de políticos cuyos derroteros equivocados han desangrado a incontables naciones y a la Tierra es una obviedad tan obvia como la mediocridad de ese oscuro grupúsculo. Hay males, a pesar de serlo, inamovibles. Uno de ellos es la necesidad de que los pueblos cuenten con personas dedicadas a gobernar, aunque, lo contrario, destruir, sea con frecuencia el resultado. Al lado de la ralea política cabalgan sus apéndices, entre ellos, fanáticos religiosos y creacionistas. La suma de ambos es cancerígena; en el caso en cuestión, quién siembra a quién: ¿los políticos ultras a los religiosos ultras o los segundos a los primeros?

Basta repasar la mundanal alfombra: don Fox, don Netanyahu, don Jamenei, don AMLO, don Bolsonaro, don Ortega, don Morawiecki y súper don etcétera para empaparse de los vínculos entre política y religión. Escribí palabras atrás cancerígena; me corrijo: cáncer anaplásico, es decir, tumores malignos para los cuales no hay tratamiento.

Al reflexionar acerca de la descomposición de la sociedad, así como sobre la imposibilidad de salir adelante debido a incontables factores opresivos, Vivian Gornick escribe en “La Mujer Singular y la Ciudad” (Sexto Piso, 2021): “Es el gen de la anarquía, que vive en cualquiera que haya nacido en la clase equivocada, con el color de piel equivocado o con el sexo equivocado; sólo que en algunas personas permanece dormido, mientras que en otras provoca una hecatombe”. Gen de la anarquía. Magnífica idea. Mientras los científicos lo identifican basta apelar a la realidad.

El malestar social es una constante quasi universal. En México, las comunidades zapatistas, los diversos autogobiernos en Michoacán, Oaxaca y Guerrero y la tragedia reciente de la mina “El Pinabete” son ejemplos de los divorcios entre sociedad y Estado. Comunidades indígenas en Perú, Colombia, Guatemala, Canadá, Bolivia y Ecuador también se han encargado, hartas de los desgobiernos, de gestionar autogobiernos.

El anarquismo, i.e., “doctrina filosófica y política que predica la abolición del Estado y toda forma de organización que pretenda ejercer cualquier forma de control y dominación debido a que considera a estas instituciones como represivas, antinaturales e innecesarias”, es una idea impracticable, pero interesante. Los autogobiernos y las ideas, incluso en países “civilizados” como Canadá o Francia, donde algunas provincias han manifestado su idea de independizarse, léase Quebec o Córcega, son ejemplos de los desencuentros entre quienes mal gobiernan y quienes repudian las formas políticas vigentes. Manifestaciones antigubernamentales son regla. Pocos países se libran del juicio de sus habitantes. La materia prima del anarquismo, creer en la libertad y en la autonomía, rechazar a los partidos políticos, trabajar por la igualdad social, manifestarse contra el monopolio de la propiedad y apostar por la educación son sus principios fundamentales. Dada la situación del mundo, donde casi la mitad de la población vive con menos de 5.50 dólares al día, algunos conceptos de la anarquía siempre serán bienvenidos, sobre todo la relacionada con la enfermedad denominada partidos políticos.

Revivo “Indignaos”, pequeño libro escrito por Stéphane Hessel en 2010, cuyo espíritu “exhorta a los jóvenes a indignarse... porque el mundo marcha mal”. Hessel lo escribió cuando tenía 93 años arropado por su historia: internado en campos de concentración por ser judío y haber formado parte del grupo de redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Indignaos, apela a los jóvenes a manifestarse frente a políticos y a los poderes financieros. Imposible pensar en el anarquismo como forma de vida. Deseable pensar en sus principios.

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