Anécdota de cantina
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En el mingitorio un señor que padecía un tic consistente en cerrar los ojos una y otra vez observó que el pequeño señor que estaba al lado hacía lo mismo
Loretela les informó a sus papás que iba a ser mamá. Se justificó: “Lo hice por debilidad”. Acotó el padre, irritado: “¿Y a poco la cosa ésa es vitamínica?”... Algunos médicos usan una expresión que los coloca por encima de los mortales comunes y corrientes. Dicen con suficiencia: “Así llamamos nosotros...”, y manifiestan luego a qué llaman así ellos. Ese “nosotros” nos excluye automáticamente a los otros. Por ejemplo, tales doctores dan el nombre de “cefalalgia” a lo que para nosotros es jaqueca o dolor de cabeza. En la colección de pinturas del antiguo Convento de Santa Rosa de Viterbo, en Querétaro, se halla el retrato de una mujer joven lujosamente vestida que sostiene una rosa en la mano. Lo curioso de ese cuadro es que la rica modelo muestra en la sien un chiqueador. La Academia recoge esta palabra en número plural: “chiqueadores”. Son pequeños trozos de papel o tela, o de hojas vegetales, que se pegan a las sienes como remedio popular contra la cefalal... contra el dolor de cabeza. Cierto profesor de matemáticas del Ateneo glorioso de Saltillo acostumbraba cortar cada mañana un par de hojas del rosal que crecía frente a su salón. Las humedecía luego con su lengua y se las aplicaba en las sienes, pues padecía jaquecas crónicas. Antes de la llegada del maestro algunos pícaros alumnos desocupaban profusamente sus vejigas en el rosal citado, y así cobraban venganza de las sistemáticas reprobaciones del mentor. Advierto, sin embargo, que me aparto de un relato que ni siquiera he comenzado todavía. Llegó doña Macalota a su casa en hora desusada y sorprendió a su casquivano esposo, don Chinguetas, en el lecho conyugal con la vecina de al lado. “¡Mala amiga! –le gritó hecha una furia a la mujer–. ¡Ramera, furcia, maturranga, vulpeja inverecunda, hetaira ruin!”. “Ah, Macalota –le dijo en tono de reproche don Chinguetas–. Ella te ha prestado su plancha cuando se descompone la tuya, ¿y tú no puedes prestarle nada?”... En el Bar Ahúnda dos parroquianos que no se conocían entre sí entablaron conversación. Después de un par de copas –o quizá tres o cuatro– la plática derivó hacia las cuestiones personales. Uno le comentó al otro: “Me casé porque ya estaba harto de tener que buscar sexo en la calle”. “¡Qué coincidencia! –exclamó el otro–. ¡Yo me divorcié precisamente por lo mismo!”... En el confesonario el padre Arsilio le preguntó a la penitente: “¿Has fornicado?”. “Sí, padre –respondió ella–, pero con otro nombre”... Un amigo de Babalucas le comentó: “Leí en un periódico que el número de pederastas ha aumentado”. “Grave problema –sentenció, solemne, Babalucas–. Deberían ir a Alcohólicos Anónimos”... Un chico presumió ante sus compañeros: “Mi papá tiene a cientos de personas bajo él”. Uno le preguntó. “¿Es jefe en una gran empresa?”. “No –precisó el muchacho–. Es velador en un panteón”... La vedette le mostró a una amiga la fotografía de su nuevo y viejo sugar daddy. Le dijo: “La foto no lo favorece nada. No se le ve la cartera”... Los papás de Pepito invitaron a una pareja amiga a cenar. La invitada era dueña de grandes prominencias pectorales que se adelantaban como proa de navío. A la mitad de la cena la madre de Pepito lo reprendió, y el chiquillo alegó algo en su defensa. Le dijo su mamá: “No importa lo que la señora ponga sobre la mesa. Tú no pongas los codos”... En el mingitorio –tal es el culterano título que recibe el baño en las cantinas– un señor que padecía un tic consistente en cerrar los ojos una y otra vez observó que el pequeño señor que estaba al lado hacía lo mismo. Le preguntó molesto y atufado: “¿Me está usted remedando?”. “No –contestó el señorcito–. Me está usted salpicando”... FIN.
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