Angelitos peloteros...
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Desde luego, nunca falta el Niño Mazapán que acusa que todos los males que padecemos como sociedad tienen su origen en alguno de los íconos de nuestra juventud: Que si somos un país machista, debe ser culpa de las canciones de José Alfredo; que si tenemos retraso educativo, seguro es consecuencia de Chespirito y su humor bobalicón (¡Tenía que ser el Chavo del Ocho!).
Y si una gran parte de la población vive en la penuria y no puede solventar ni siquiera sus necesidades básicas, es resultado directo de la romantización que hiciera de la pobreza la filmografía de Pedrito Infante.
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¡Sí, claro! ¡Cómo no! (Así de profundos y sesudos sus análisis y conclusiones).
Atribuirle al llamado Ídolo de Guamúchil (en realidad era mazatleco) una presunta vocación nacional por la precariedad, me parece exagerado además de simplón. A lo sumo, podremos imputarle algunos de los momentos más kitsch de la Época de Oro del cine nacional y mucha de la cursilería presente en nuestra producción dramatúrgica.
Todos recordamos desde luego al noble carpintero llorando durante días por la trágica muerte de su hijo, “el Torito”, en “Ustedes los Ricos”; o al orgulloso Pedro de “Un Rincón Cerca del Cielo” que básicamente tuvo que rebajarse a la mendicidad para sostener a su familia.
Pero yo me acordé esta semana de aquella otra bomba lacrimógena titulada “Angelitos Negros”, melodrama racial muy adelantado para su época; en el que la pareja protagónica, conformada por nuestro ídolo y una “Karen” proto whitexican (Emilia Guiú) es bendecida con el nacimiento de una niña inexplicablemente hiperpigmentada (como si Netflix hubiera dado un salto de sesenta años en inclusión).
La madre, que es a todas luces panista, desprecia a su criatura al igual que los viejos boomers despreciaron el remake de “La Sirenita” de Disney (y por idénticas razones) y hasta lo considera una maldición de Dios por haberse casado con un hombre mestizo (cosa que como bien sabemos es cierta: Diosito odia la interracialidad).
Desconcertada la pobre niña porque jamás ha recibido una muestra de cariño de su hiena... digo, de su madre y una vez que cae en cuenta de que todo el problema estriba en el color de su piel, urde un tierno plan:
A falta de filtros y otras aplicaciones (porque faltaba más de medio siglo para la aparición de los teléfonos inteligentes), la niña decide blanquearse el rostro con talco común y el resultado es poco menos que desastroso, pero de alguna manera conmovedor.
El buenazo de Pedro le pregunta a su hija qué está haciendo y al escuchar la respuesta se le apachurra todo su cuerpo (porque Pedrito era puro corazón) y se lleva a la niña a confrontar a su escasa progenitora (que vive en continua depre por semejante tragedia en su vida).
Al ver a la pequeña toda empolvada como panadero, la arpi-madre se carcajea, pero su risa se congela cuando le dicen que la nena tuvo que recurrir al Xtreme Makeover “para que su mamá la quiera”. ¡Ingas!
Pues incluso a esa mujer que en todo momento se nos presenta en la película como una desalmada, prejuiciosa y mala entraña, se le cae la cara de vergüenza ante tan aplastante reclamo de lo que por derecho la niña merece y ella le ha negado en forma reiterada e injustificada.
Justo así, igualito, exactamente hizo Ceci Flores, fundadora del Colectivo Madres Buscadoras de Sonora, para que su Presidente se dignara a concederle un mínimo de su atención y de su tiempo, no obstante el viejo acedo del Palacio Nacional está más que obligado con la causa de las familias de los desaparecidos en México.
Perfectamente consciente de que a López Obrador le chifla hablar de sus pasiones, de temas insustanciales, de cualquier trivialidad antes que encarar los asuntos difíciles de la administración pública; y de que tendría mayor oportunidad de sostener una audiencia con el mandatario como celebridad, miembro de la realeza o tirano de alguna República Bananera, doña Ceci Flores hizo lo más sensato.
Sabedora de que una de las debilidades de Andrés Manuel es el Rey de los Deportes, la madre buscadora se atavió como beisbolista para ver si así su Presidente se dignaba a recibirla. ¡Ingas!
¡Qué buen cachetadón en el ego de un flojonazo que se dice humanista, sensible, hombre de izquierda, cercano al pueblo (de hecho, se cree la encarnación misma del pueblo)!: Recurrir a una táctica circense tratando de atraer la atención de un gobernante payaso.
¡¿Así que le gusta mucho el beis, don Andrés?! ¿Tanto así que ha preferido dejar de lado cualquier compromiso con tal de atender la Serie Mundial; que prefiere irse a “macanear” en horas hábiles; que ahonda más sobre cualquier juego de pelota que en el problema del crimen organizado durante sus conferencias; que recibe con mayor prontitud y gusto a cualquier pelotero que a cualquier ciudadano con una exigencia real? Pues doña Ceci procedió en consecuencia.
¡Seamos honestos! Dada su trayectoria y la causa que enarbola, Ceci Flores, a diferencia de la chiquilla de la película, no es ninguna ingenua. Sabe que no va a lograr la atención, el tiempo ni la diligencia de López Obrador, pero sí anticipó que le haría pasar un momento incómodo.
¿Por qué? Porque el tabasqueño es un maestro en el uso de los símbolos y el simbolismo. Y cuando alguien utiliza ese poder de los símbolos en su contra, constituye su perdición, su kriptonita.
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No lo obliga a nada, no le quita nada, ni siquiera lo hace menos popular o amado por su secta, pero dejar plantada a Ceci Flores, ataviada como pelotero, con otro símbolo (“la Pala de Mando”) afuera del Palacio, lo baja de su ladrillito de superioridad moral que él mismo se compra y lo exhibe como el enano que es, uno que le niega la más elemental compasión y empatía a las mujeres más dolientes de su gestión.
La gran diferencia entre aquella desnaturalizada madre del clásico de 1948 y nuestro amado Presidente, es que aquella sí se avergonzó y aunque fuese por pudor le dio un abrazo y un frío beso a la pequeña. En cambio el líder de la 4T ni se abochornó y sólo atinó a decir: “Ahí lo vemos mañana!”.
¡Bonito pinche monstruo!