Arte y Ciencia en Saltillo (II)

Opinión
/ 12 junio 2024

Quizá como efecto de esa insalvable distancia que separaba a quienes gustaban de las humanidades de sus compañeros que tenían vocación y aptitud científicas, hubieron después de separarse en el plan de estudios de la preparatoria ateneísta los dos campos, el humanístico y el de las ciencias exactas. Cuando yo cursé mi bachillerato en la gloriosa institución aquello fue como tomar un curso en el paraíso. Mis aficiones me conducen por el camino de las humanidades; reconozco que no tengo caletre para cosas de matemáticas y anejas.

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Cursé pues en el Ateneo las materias que nos servían como preparación para estudiar Derecho, y he de decir que la formación que se nos daba era al mismo tiempo amplia y firme. Estudiábamos en aquellos años −los cincuenta− Griego y Latín, pero estudiábamos también Francés e Inglés. Hacíamos cuatro o cinco cursos de Historia Universal y de México; aprendíamos Etimologías; entrábamos en las profundidades de la Filosofía, la Lógica, la Ética; nos deleitábamos con esas peritas en dulce que son las literaturas: universal, española, de México, latinoamericana... Mientras nosotros leíamos a Bécquer, a Nervo, a Zorrilla de San Martín, a Isaacs, nuestros condiscípulos del bachillerato que se llamaba “de Ingeniería”, andaban trasijados y enteleridos; iban por los corredores con paso de sonámbulos, y parecían ánimas en pena. Los agobiaban de día y de noche los arduos estudios de las abstrusas ciencias cuyos conceptos debían meterse en la cabeza. Para desgracia de ellos al parecer se había perpetuado la tradición que en su tiempo representó aquel don Octavio funestísimo.

Esa misma actitud la encontraría yo muchos años después en el Ateneo, como maestro y luego como director. Algunos profesores de las materias científicas, principalmente Matemáticas, Física y Química, tomaban como una injuria personal el hecho de que alguno de sus alumnos les aprobara el curso. Su orgullo consistía en reprobarlos a todos, como si eso demostrara que ellos sabían mucho. Yo no me podía explicar eso, ni hasta la fecha lo he podido entender. Parece que es un fenómeno universal, y que mientras el mundo sea mundo la Humanidad doliente estará condenada a sufrir a esos necios maestros reprobadores en la misma forma en que ha debido sufrir el cólera morbus, la peste negra, la sífilis y el sida.

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Vocación humanista, pues, fue en sus orígenes la de Saltillo. Pienso que el propio don Artemio define el estilo de la gente “de antes” de mi ciudad, dada más bien a cosas de poesía que de ciencia:

“...En mis estudios preparatorios, como en México se llama al bachillerato, esos volúmenes seriotes, graves, de matemáticas, los aborrecía, y aún aborrezco con detestación, y no quiero entenderlos, pues no estoy ya para esas valentías. Esa empresa no está reservada a mi ingenio. De la Álgebra con sus ecuaciones para mí endiantradas, de la odiosa Geometría Plana y de la dicha dizque en el Espacio, y de esa otra Geometría Analítica, y del enredado galimatías del Cálculo Infinitesimal, con sus integrales y diferenciales, nunca pude penetrar sus recónditos secretos, y hasta aquí, ¡qué bueno!, he estado en cabal ignorancia de toda esa sabia monserga. Jamás le di alcance a esa dificultad. No la entiendo, y ni falta que me hace...”.

Lo mismo, exactamente lo mismo, digo yo.

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