Café Montaigne 291: Los muertos mueren cuando se les deja de pensar
El 25 de abril tuve diarrea todo el día. Días y acaso semanas anduve con malestares de todo tipo y pelaje. Había un motivo: mi hermanita, María Cervandina, entraba y salía del hospital con recurrencia. Males de todo tipo le aquejaban y pinchaban su cuerpo y corazón. En su momento, en la primavera de su vida, le dio la ingrata diabetes, la “muerte dulce”, la cual tiene a México de rodillas. Aunque no le dio en su juventud, no le dio diabetes juvenil, sí la mordió a temprana edad. Vivió con la diabetes toda su vida, lo cual no le quitó la sonrisa en su boca y los deseos de comer bien y vivir mejor.
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Era mi hermanita. Es mi hermanita. Aunque era más grande que yo, para mí fue siempre la chica de la casa a la cual había que amar, proteger y ayudar. Así lo hice. El día 25 de abril tuve diarrea todo el día. No se me quitó. Mi cuerpo y mente presentían un desenlace funesto, el cual ocurrió a las 3 de la noche, la hora del lobo en la cual mueren todos los pacientes/habitantes de los hospitales. Ese día murió mi hermana. Aún hoy, no dejo de llorar.
En su momento y cuando tenía tertulias con el historiador Javier Villarreal Lozano (†), a propósito de una muerte de un personaje cercano a ambos, entre serio y divertido, don Javier me espetó: “Hay que estar preparado para la muerte, maestro Cedillo. Los humanos tenemos esa fea costumbre, la de morir”. Según yo, estaba preparado para la muerte de mi hermana: su cuerpo, su hígado, su páncreas, los pulmones, el riñón, vaya, toda ella ya no daban para más en este mundo terreno. La muerte llegó y no, no estaba preparado para dejarla ir.
Siempre dije o lo digo aún: es mi hermana menor, pero la verdad era un poco mayor a quien esto escribe. Yo tengo 59 años muy raspados. ¿Ella tenía 46, 56 o 64? Da igual, se ha ido y el dolor no me abandona. Tal vez nunca me abandone, como es el caso de la muerte de mis padres, don José Cedillo, el sastre, y doña María Virginia Martínez, ama de casa, los cuales, pues sí, ya recibieron a María Cervandina para tomar un café.
¿Lo nota? Mi madre era María, mi hermana María, mi padre José y su servidor, Jesús. Sólo nombres cristianos en la familia. Una especie de parentela bíblica, pues. En aquellos años, era casi imposible lo de hoy: Bryant, Michell, Michael, Debanhi, Alday, Jazmín, Extassis, por citar sólo algunos nombres de gente la cual conozco y así se llaman; no es broma. El mundo ha mutado y los nombres de deportistas y artistas terminan en la humanidad de los hijos que nacen. Alguien debería de hacer un estudio al respecto.
Y es que usted lo sabe, lo dijo el divino ciego Jorge Luis Borges: el nombre es destino. Y creo usted ha leído los siguientes versos del Nobel mexicano, Octavio Paz. Son de “Piedra de sol”:
“Eloísa, Perséfone, María,
muestra tu rostro al fin para que vea
mi cara verdadera, la del otro.
Mi cara de nosotros siempre todos...”.
El Nobel mexicano tiene razón. Los poetas siempre tienen la razón: al ver el rostro eternamente hermoso de mi hermana, en él me veía reflejado. Su sonrisa me daba tranquilidad. Mi hermana invariablemente reía, era feliz. Se fue feliz. Incluso, era feliz en la adversidad. Pero era una bárbara al final de cuentas. Alguna vez la operaron de la vesícula. Los doctores le programaron su trepanación y le dieron una estricta dieta para su peso. Y es que mi hermana fue siempre una gorda feliz, así de sencillo. Los atormentados somos los secos, los flacos; jamás los gordos.
ESQUINA-BAJAN
Llegó la fecha convenida y mi hermana fue... regañada de gran manera. No sólo no había enflacado, sino que había aumentado de peso. ¿Motivo? Se atacó de todo. Eran tiempos en que las operaciones eran tremendas, a ella la operaron y la dejaron abierta en canal. Se repuso rápidamente. Cuando la fui a ver le pregunté por qué no había seguido la dieta indicada. A lo cual y con su risotada de siempre me dijo: “Jaja, lo que pasa es que dije, ¿y si me muero en la plancha? Pues mejor decidí comer un poco de todo”. Así era ella: feliz y sin asomo de menor amargura jamás.
Mi hermana casó joven con don Jesús Peña Santana (†), quien para desgracia de todos, murió joven. Con él tuvo a mis dos sobrinas, Marcia I y Marcia II (así les decimos). A la vez, las dos “Marcias” ya tienen hijos, los cuales fueron los ojos y la delicia de mi hermana, Rafael I y la nueva de Marcia II, Isabella (la princesa caramelo). Para fortuna de mi hermana, tuvo tiempo para disfrutar de gran estabilidad emocional para pasarla bien con su familia.
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¿No le ha pasado a usted lo siguiente, lector, o le pasa? Cuando la mamá de uno muere, si hay mujeres hermanas, es increíble que una de ellas siempre asume una especie de maternidad protectora con uno todo el tiempo. Fue el caso con mi hermana. Cuando le iba a gorrear el almuerzo (siempre), me enseñaba fotografías que se encontraba en sus archivos y decía: “Mira, ¿ya viste que siempre apareces agarrado atrás de mí en mis faldas?” y soltaba la risa. Una persona muere, realmente muere cuando dejamos de pensar en ella. Mi hermanita vive en mí, en sus dos “Marcias” y en sus nietos.
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